Es una pieza olmeca; cuando decimos “olmeca” no queremos decir que proceda de la Costa del Golfo, sino que pertenece a esa gran tradición cultural predominante durante el Preclásico medio (1000-500 a.C.) en varias regiones de Mesoamérica. Lo olmeca se manifiesta como un estilo en la escultura, en la cerámica, en la arquitectura y nos indica que las nacientes noblezas mesoamericanas estaban en contacto y compartían ya, en esa etapa temprana de civilización, muchos rasgos culturales y una manera de ver el mundo. Las Bocas, en el valle de Izúcar, es una de las varias zonas de Mesoamérica en las que se manifestó a plenitud el estilo artístico olmeca.
Entre los rasgos que nos permiten identificar esta pieza como olmeca se encuentran los siguientes: el hecho de que se trate de la figura de un personaje sentado, con las piernas cruzadas, de cuerpo completo es una primera señal; a ésta se añade el naturalismo que afecta a la totalidad de la figura y que indica una búsqueda artística orientada a la reproducción de la forma humana. La última clave está en la cabeza y el rostro; el alargamiento de ésta (que corresponde con una práctica de deformación craneana), los ojos muy rasgados, la nariz chata y unos labios abultados con esa expresión entre feroz y doliente que algunos han asociado con rasgos felinos. La visibilidad de los dientes, aparentemente limados, contribuye a la expresión de la figura.
Es imposible plantear la historia del arte mesoamericano como un proceso evolutivo. Una de las características sorprendentes del arte olmeca es que conquistó con igual eficacia dos estrategias diametralmente opuestas, la del naturalismo y la de la abstracción. Los artistas olmecas estaban interesados en ambas búsquedas, algunos llegaron a realizar figuras humanas dentro de una pieza rectangular, con muy pocos trazos, con un esquematismo sorprendente. Y al mismo tiempo, en los mismos sitios y en las mismas fechas, otros artistas hacían piezas como ésta, acentuadamente naturalista y con rasgos que le confieren una fuerte individualidad.
El detalle parecería indicar el propósito de representar a una persona en especial, propio de lo que conocemos como retrato. Y de hecho, sabemos que los olmecas solían retratar a los personajes destacados de su sociedad; las cabezas colosales no son otra cosa que retratos. En esta pequeña figura, el detalle naturalista incluye la evocación del cuerpo de una persona madura y ligeramente obesa; es llamativa la caída de las tetillas; no parece que se trate de una mujer, sino de un hombre con cierta flacidez en el pecho.
El toque genial de esta imagen está sin duda en la combinación de postura y ademán que nos transmite la idea de reposo y reflexión: la espalda se inclina ligeramente, el codo se apoya en el muslo y la barbilla en el dorso de la mano cerrada. De esta forma, el personaje parecería estar sumido en la meditación. No parece la postura rígida de una ceremonia, sino la espontánea gestualidad de un hombre que medita; es una acción que parece explicarse más por una circunstancia individual que por un contexto colectivo, como podría serlo el de una ceremonia pública. Los restos de color rojo que todavía tiene la pieza, particularmente en la boca, indicarían que estuvo cubierta, quizá de cinabrio, como era propio de los contextos funerarios. ¿Se trata del retrato de un señor que fue colocado a su lado en la tumba? Posiblemente.
Es una pieza olmeca; cuando decimos “olmeca” no queremos decir que proceda de la Costa del Golfo, sino que pertenece a esa gran tradición cultural predominante durante el Preclásico medio (1000-500 a.C.) en varias regiones de Mesoamérica. Lo olmeca se manifiesta como un estilo en la escultura, en la cerámica, en la arquitectura y nos indica que las nacientes noblezas mesoamericanas estaban en contacto y compartían ya, en esa etapa temprana de civilización, muchos rasgos culturales y una manera de ver el mundo. Las Bocas, en el valle de Izúcar, es una de las varias zonas de Mesoamérica en las que se manifestó a plenitud el estilo artístico olmeca.