Ella transformó los espacios visuales cuando realizó Mercado de pulgas (1933). Katy Horna estaba gestando un cambio profundo que convocó una modernidad sobre la urbanidad de París, aquella que había iniciado Atget en esa ciudad de finales de los años veinte.
Los objetos, el deambular por las calles hasta exaltar una teatral manera de mirar en la que el sistema de los objetos como resolución urbanística proporcionaba nuevas dimensiones, que tanto exploró Eugène Atget (bustos sin cuerpo, torsos sin cabeza, utilería de un universo relegado). Y por ahí siguió. La serie Huevos (1937) fue una feroz crítica a Hitler, en pleno nazismo.
Su aguda mirada sobre la guerra civil se volvió un acto doliente en donde transformó las estructuras hasta convertirlas en una innovadora plasticidad. Un niño mutilado de su pierna en un bucólico paisaje floreado, lo transformó en una oscura amenaza de guerra.
En sus búsquedas estéticas, creó inusitados fotomontajes en los que utilizó múltiple iconografía (el niño dubitativo, el edificio en ruinas y, una de sus obras maestras con la que llegó a México, Lo que se va al cesto (1939). Tan desesperanzadora como sus anteriores series hasta ese año.
En México siguió transformando. Continuó con el fotomontaje. Sus retratos por momentos se volvieron dramáticos. Esgrafìaba a sus personajes e incluso en oda a la necrofilia realizó puestas en escena y siguió en sus búsquedas visuales.
La serie El botellón, publicada en la revista S. Nob núm. 7 en octubre de 1962, Fetiche núm. 4, pertenece a una plasticidad que proviene igualmente de la vanguardia y nada menos que de la raigambre de Man Ray (La Marquesa Casati, 1922). La protagonista es aquí Luz del Amo, su rostro adquiere una nueva proporción en su cuerpo debido a las sombras profundas del botellón y ahí la mirada se transforma en una profundidad que se va de esa oscuridad de los ojos hasta los destellos lumínicos. En El botellón se trastoca la figura de un cuerpo que va de lo evanescente hasta su desaparición y sugerentes trazos. Los reflejos son aquí un espejeo entre esa luminosidad que casi inunda todo hasta volverse oscuridades profundas. El rostro ya no es rostro, sino su sugerencia.
El botellón, Serie Paraísos artificiales (1962) es, como varias de las obras de Katy Horna, un sistema permanente en constantes resoluciones. Ahí estuvo una maestra que no dejó de cambiar estructuras de manera sistemática y que van de la más pura cepa vanguardista hasta la década de los sesenta.
Desgarradora en algunos momentos, vanguardista en otros tantos, empeñosa en no ver lo que otros. Katy Horna en su devenir creativo no dejó de producir nuevas y transformadoras propuestas.