Rodrigo Moya empieza a trabajar como fotógrafo documentalista hacia mediados de los años cincuenta, cuando se produce un cambio estructural en la economía de México. Si en su cara positiva el “milagro mexicano” impulsa la industrialización y modernización del país, en su cara negativa también acelera el abandono y el empobrecimiento del campo.
En sus encargos periodísticos, Moya documenta ambos procesos complementarios de modernización y precarización, pero se interesa personalmente por el segundo. De ahí la importancia en su archivo de sus llamados “reportajes-testimonio” como Ixtleros o Nosotros los pobres, dos series de 1965 que documentan la marginalización simétrica del campo y de las periferias urbanas.
Producido como un reportaje para la revista Sucesos para todos, Ixtleros recuerda el primer ensayo fotográfico de Moya realizado en el Valle del Mezquital en 1955. En este caso, el fotógrafo retrata las condiciones de vida de los productores de ixtle y lechuguilla del desierto de Coahuila. En esta serie las personas parecen reducidas a su mínima expresión corporal: su cuerpo cubierto con andrajos, su habitación construida de fragmentos, su existencia diaria como una lucha contra el polvo. El relato de Moya de la precariedad es crudo y directo, y recuerda tanto el de Luis Buñuel de Los olvidados (1950), como el de Oscar Lewis de Los hijos de Sánchez (1961).
Como los retratos de Lewis, los de Moya suponen un registro al mismo nivel que el retratado: ni idealizan a los campesinos y obreros amplificando simbólicamente su figura, ni la describen según una categoría elaborada desde arriba. En Moya la cámara es el equivalente de la grabadora portátil de Lewis. Más que un dispositivo que sirve para producir un registro objetivo de los retratados, la cámara es el medio que los enlaza al fotógrafo y al entorno social. La práctica fotográfica revela su dimensión política al desenmascarar su condición intersubjetiva: la forma documental abandona sus pretensiones objetivas para asumirse como un argumento político. De modo consciente, Moya se pone al mismo nivel y en el mismo espacio que sus retratados. El fotógrafo queda inscrito en la imagen en una posición explícita: su imagen es un registro de un encuentro social real en el que las asimetrías se vuelven visibles.
Ixtleros es un ejemplo de la fotografía asumida como práctica intersubjetiva y política. Al tomar inevitablemente el lugar de Moya, el espectador se encuentra ante el México doliente que él retrató y que pocos querían ver: un país de hombres, mujeres y niños concretos que, en sus imágenes, interpelan al resto de la sociedad reclamando visibilidad y atención. En sus imágenes, asumen una condición positiva como agentes sociales.
Dos de las fotografías de Ixtleros de Rodrigo Moya destacan por su valor estético: El ixtle es hambre y La vida no es bella. En ambos casos, Moya logra construir, en imágenes singulares, argumentos políticos, sociales y estéticos. El ixtle es hambre, una fotografía de una mujer trabajando el ixtle frente a su casa en el desierto, es análoga en su valor estético a las de Eugene Smith de Un pueblo español, de 1950.
Con una aproximación documental similar a la de Eugene Smith o, más aún, a los fotógrafos del proyecto Farm Security Administration —y más cerca de Dorotea Lange que de Walker Evans— Moya se acerca a los campesinos para retratarlos contra el fondo del árido paisaje que los rodea. No sólo sentimos la cercanía física del fotógrafo respecto al hombre y la mujer retratados, sino su involucramiento afectivo con ellos.
Publicadas en dos artículos de Sucesos para todos, “El ixtle es hambre” (1965) y “Los mexicanos que sobreviven con un peso diario” (1966), las fotos de Moya sirven para ilustrar los textos de Froylan Manjarrez, muy claros en su intención política. Los argumentos críticos de Manjarrez se materializan en las figuras concretas de Moya: antes que los datos, vemos a la mujer y al hombre retratados, físicamente afectados por la realidad política y económica descrita en el texto. En las fotografías Moya logra sintetizar valores opuestos: la extrema dureza de las condiciones de vida y la belleza impasible de sus cuerpos. Si como argumentos las fotografías persuaden al espectador de la crudeza real de lo representado, como formas poéticas atrapan sensiblemente al espectador.
Moya trabaja cinematográficamente hilando imágenes en la toma y repitiéndolas en la puesta en página: primero nos presenta la foto de las manos del campesino en primer plano —el trabajo físico como valor— para luego, en la siguiente página, dejarnos ver su figura de medio cuerpo. Sus fotos del campo muestran una clara intención discursiva distinta del humanismo del fotorreportaje clásico de “acción”: la de Moya es una fotografía humanitaria enfocada en la precariedad, la exclusión, el cansancio y la resignación. Su guion es el activismo en pro de la acción de rescate. Si en el registro humanista el territorio aparece descrito fuerte, en detalle, aquí el espacio queda representado como un no-lugar, un medio —el desierto baldío de Coahuila— que ha dejado de funcionar como un contexto propicio para la vida: la vida no es bella.