Los códices y las fuentes escritas nos hablan del llanto y el pesar de la gente del México antiguo ante la muerte. Los pueblos mesoamericanos miraban a la muerte de frente, hablaban de ella, la consideraban en sus cantos y oraciones. También manipulaban los restos de sus antepasados, cuando hacían espacio en la tumba familiar para acomodar a un difunto reciente, lo cual ocurrió en sitios como Monte Albán y en las tumbas del Occidente.
El cuerpo se deshacía y pasaba a formar parte del suelo, de las rocas y los árboles, era materia. Pero el contenido sagrado o espiritual de cada persona subsistía: una parte permanecía siempre cerca, como calor y protección. Otra parte se fundía con las fuerzas protectoras de la ciudad y del linaje.
Algunos pueblos, por ejemplo, en Michoacán y en el valle de México, incineraban a sus muertos y enterraban las cenizas. La mayoría sepultaban los cuerpos. Los teotihuacanos colocaban a sus muertos directamente bajo el piso de sus casas; los zapotecos les construían tumbas abovedadas que situaban bajo patios y altares. Los reyes contaban con tumbas monumentales, y mucha gente común sólo era envuelta en un petate o una manta, o incluso metida en una vasija. Su reputación, su calor y la memoria de sus nombres permanecían; su energía animaba al mundo.