La mayoría de los pueblos de la antigüedad mantenían una relación cercana con la naturaleza, pues suponían que existía algo más que lo percibido por los sentidos. Las culturas mesoamericanas creían en la existencia de una dimensión espiritual o sagrada, que se podía apreciar a través de sonidos y esencias.
Estas esencias se movían con mayor o menor fuerza según el momento del día o del año; o de acuerdo con su función y ubicación. Los dioses estaban formados por estas esencias, reunían varias de ellas y podían acumularlas o derrocharlas: Tláloc, por ejemplo, dispersaba las esencias portadoras de la lluvia y la humedad, pero por temporadas las retenía en las montañas.
Cada integrante de la comunidad se relacionaba con lo sagrado de manera individual, al hacer un conjuro antes de entrar al bosque o al orar antes de dormir. Además, hubo una rica y vistosa vida religiosa en Mesoamérica: pirámides en todas las ciudades, altares en las plazas y templos, espléndidas ofrendas y una jerarquía sacerdotal que dirigía las fiestas y las danzas de toda la población.