(…) Buscaba un aeroplano en dirección errónea; zumbando apareció éste cual guión en el azul abismal. Flotaba el trueno en la atmósfera, y a su espalda, en alguna parte, agitábase un hormigueo eléctrico.
Repitió el toro su vuelta al ruedo con paso que, si bien ligeramente más rápido, seguía conservando su constante mesura, y sólo se desvió una vez cuando un inquieto perrito le ladró y le hizo olvidar adónde iba.
Irguióse Yvonne, se quitó el sombrero y comenzó a polvearse la nariz atisbando por el traidor espejo de la polvera esmaltada. Éste le recordó que apenas hacía cinco minutos había estado llorando, y logró ver, por encima de su hombro, el Popocatépetl.
¡Los volcanes! ¡Qué sentimental podía uno ponerse con ellos! Ahora se trataba del “volcán”; porque en cualquier posición que colocara el espejo, no podía ver al pobre Ixta, el cual, eclipsado, había desaparecido, mientras que el Popocatépetl, al reflejarse en el espejo, parecía más bello aún en su cúspide que brillaba contra un fondo de nubes apiñadas. Yvonne pasó un dedo sobre su mejilla y bajo uno de sus párpados. También había sido estúpido llorar frente a aquel hombrecillo que, ante la puerta de ‘Las Novedades’, le había dicho que eran, “según el reloj, las tres y media”, y luego que era imposible telefonear porque el doctor Figueroa se había ido a Xiutepec… —A la maldita arena, pues—había dicho el Cónsul con furia, e Yvonne había llorado. Lo cual resultaba casi tan estúpido como haber vuelto la espalda esa tarde, no al ver sangre, sino ante la simple sospecha de que existiese. Sin embargo, su debilidad consistía en eso, y recordaba aquel perro que yacía agonizante en una calle de Honolulú en medio de riachuelos de sangre que listaban el pavimento, y había deseado ayudarlo, pero en vez de ello, se desmayó, aunque sólo por un minuto y, como luego fue tal su desánimo al encontrarse allí, recostada y solo en la acera —¿qué tal si alguien la había visto?— se marchó rápidamente sin decir nada, sólo para verse perseguida por el recuerdo de la infeliz criatura abandonada, así que en una ocasión… pero, ¿para qué pensar en aquello? Además, ¿no había hecho cuanto le fue posible? No era —claro está— como si hubiesen entrado al jaripeo sin asegurarse antes de que no había teléfono. ¡Y aunque lo hubiese habido!
Según lo pudo entender (…)
Malcom Lowry, Bajo el volcán, Traducción: Raúl Ortiz y Ortiz, México, ERA, 1964.