La vasija evoca al jabalí o pecarí de collar; de factura muy descuidada, es una representación muy somera. El cuerpo se resume en una simple esfera con botones para las piernas. Descuida la forma de la cabeza, las orejas casi desaparecen y la figura se centra en el hocico redondo y achatado. El resultado se acerca más a una cara plana humana caricaturizada y provista de hocico postizo.
Junto con el venado cola blanca, el berrendo, el conejo, los patos y las tortugas, así como los abundantes animales acuáticos, el pecarí de collar (Dicotylus tajacu) figuraba en la dieta de los antiguos habitantes del Valle de México como lo han confirmado los estudios de los restos óseos que acompañaban los vestigios de los contextos ocupacionales del sitio. Pero ¿Por qué, entre muchos otros animales que sirvieron de alimento, escogerlo para representarlo en el barro y depositar sus efigies en los entierros donde por cierto no figuran restos de dicho animal? La pregunta no puede ser respondida como tampoco en el caso de la bella efigie de pato.
En comparación con otras representaciones tlatilcas más antiguas de jabalí, como por ejemplo una presente en el Museo Nacional de Antropología, la vasija se aleja de antiguos modelos tlatilcas y parece haber perdido interés por evocar la fuerza salvaje del animal, centrándose en el hocico ruidoso y glotón en medio de una cara humanizada. ¿Acaso se trataría de expresar algún tipo de comportamiento humano, a la manera de las máscaras tan expresivas del arte tlatilca?
La vasija evoca al jabalí o pecarí de collar; de factura muy descuidada, es una representación muy somera. El cuerpo se resume en una simple esfera con botones para las piernas. Descuida la forma de la cabeza, las orejas casi desaparecen y la figura se centra en el hocico redondo y achatado. El resultado se acerca más a una cara plana humana caricaturizada y provista de hocico postizo.