La historia del arte de la cultura de tumbas de tiro rebasa su propia temporalidad antigua, en tanto que las obras fueron conocidas por sociedades posteriores y definitivamente contamos con registros continuos de sus hallazgos y redescubrimientos desde finales del siglo XIX. Desde luego continúa porque al paso de tiempo comunica y se entiende en diversos sentidos y, asimismo, por sus reutilizaciones, en lo particular, en el plano simbólico y como imágenes que se copian.
La pieza que nos ocupa es una lograda mezcla creativa de dos estilos de dicha cultura del Occidente mesoamericano; conjunta rasgos de los estilos Ameca-Etzatlán y San Sebastián; el primero predomina, al segundo únicamente le corresponde la forma de la cabeza y el rostro, con los temporales aplanados, los pómulos resaltados, la nariz corta, respingada y con los orificios nasales grandes, la boca rectangular abierta y sin labios, así como las múltiples argollas en los lóbulos de las orejeas y el detalle de los genitales.
Resulta atípica la combinación de elementos estilísticos: en la cultura de las tumbas de tiro en efecto existió la mezcla de estilos, pero no conozco alguna pieza que replique ese esquema.
Las definiciones estilísticas que realizamos los historiadores de arte conciernen igualmente a cualidades expresivas, más allá de lo figurado. En tal sentido, los senos angulosos se alejan de la sensual redondez del Ameca-Etzatlán; también le son ajenos la ausencia del borde superior de la falda en las esculturas huecas de tamaño mediano y la indicación de la zona púbica cuando visten falda.
Llaman la atención la elevada saturación de los colores y la superposición de manchas irregulares correspondientes a depósitos de manganeso y hierro, los cuales, aparecen impregnados en las superficies cerámicas. No todas las obras procedentes de los ámbitos funerarios de esta cultura presentan dichas máculas, pues variaban las condiciones físicas de la sepultura.
Resulta interesante que los mismos portadores de la cultura de las tumbas de tiro se imitaron en sus estilos o escuelas artísticas zonales, es decir, que pretendieron hacerse por este medio de obras que parecieran foráneas. En mis estudios he detectado algunas esculturas elaboradas en el valle de Colima que intentan reproducir en lo estilístico e iconográfico la modalidad Ameca-Etzatlán; el resultado fue infructuoso, pues los virtuosos artífices del afamado estilo Comala tuvieron dificultades para plasmar modelos distintos a los habituales y no pudieron evitar que prevalecieran ciertas convenciones de su propia modalidad. Los talleres de lapidaria mexica nos ofrecen un ejemplo más, pues reprodujeron piezas de piedra fina de los estilos teotihuacano y Mezcala.
En el Museo Amparo esta obra es representativa, sobre todo, del estilo Améca-Etzatlán, el más destacado de los que se elaboraron en lo que actualmente es Jalisco y uno de los más representativos de la cultura de las tumbas de tiro.
La historia del arte de la cultura de tumbas de tiro rebasa su propia temporalidad antigua, en tanto que las obras fueron conocidas por sociedades posteriores y definitivamente contamos con registros continuos de sus hallazgos y redescubrimientos desde finales del siglo XIX. Desde luego continúa porque al paso de tiempo comunica y se entiende en diversos sentidos y, asimismo, por sus reutilizaciones, en lo particular, en el plano simbólico y como imágenes que se copian.