El litoral marino del Golfo de México era un territorio con ciudades en su mayor parte construidas con adobes, eran realmente pocas las regiones donde se edificaban con piedra. En la costa central se elaboró la alfarería más asombrosa y en el norte de Veracruz los trabajos de concha más refinados. En tan vasto territorio ciertamente hubo lugar para las expresiones regionales, la Huasteca es un claro ejemplo de ello, pero aun así es mucho más en términos de la cultura material lo que la mantuvo unida que aquello que en algún momento de su dilatada historia pudo servir para separarla.
Aun tratándose de tierras que en principio no revelan cambios importantes en el paisaje, la llanura costera del Golfo bien puede presentar diferencias atendibles. Ciertamente no es la vegetación la que cambia, tampoco la fauna puesto que es realmente la misma a lo largo del litoral marino. Donde surgen los contrastes es en función de su potencial aprovechamiento cultural, es ahí donde cambian las lecturas, donde se enfatizan los matices y donde lo que antes podía parecernos igual termina por adquirir plena individualidad.
Aun así no hay que perder de vista que aquello que hace singular a un territorio desde la posición de un referente cultural concreto no necesariamente lo hace verdaderamente distinto en términos del ambiente natural. Su excepcionalidad reside en la percepción que se genera en torno a las posibilidades de su aprovechamiento, en la cantidad y la diversidad de los recursos naturales disponibles, en su relación con los grandes ríos, con los lugares donde es posible cruzarlos y hasta con los caminos que antiguamente bajaban de la montaña para internarse en tierra caliente.
Por supuesto que esta condición depende en buena medida del modelo económico de cada época y de las circunstancias políticas del momento. Es decir, la construcción cultural del territorio, esta suerte de percepción filtrada de los rasgos geográficos y medio ambientales, incidió directamente en la selección de los lugares donde se asentaron las distintas poblaciones y en la manera de construir una expresión propia de la civilización.
La Huasteca, aquella parte de la llanura costera que se extiende desde el norte de Veracruz hasta el sur de Tamaulipas, fue un territorio marcado por su alto grado de integración étnica, capaz de desarrollar un estilo cultural que contrasta con el de sus vecinos de “tierra caliente”. A pesar de ello es muy probable que sus ciudades exhibieran una importante fragmentación política en torno a la Laguna de Tamiahua y que sus asentamientos, aunque muy extensos, contaran apenas con plataformas de tierra -circulares o de planta rectangular- provistas de cuartos de hechura muy sencilla.
De cualquier forma, esa misma gente produjo una cerámica con diseños pintados en color negro verdaderamente única en Mesoamérica e hizo trabajos de joyería en concha que desde entonces fueron objeto de admiración. Aunque los mexicas, la gente del centro de México, los tenía por “salvajes”, no dejaban de reconocer la maestría de sus artesanos para elaborar tan magníficos objetos. De hecho, varios de ellos llegaron a formar parte de las más ricas ofrendas del Templo Mayor.
Buena parte de las ajorcas, de los collares y de los pendientes fueron elaborados con caparazones de grandes conchas marinas de la familia Strombidae, probablemente las de mayor tamaño en México y Centroamérica. Cuidadosamente grabadas con escenas de varios tipos, fueron delicadamente pulidas para hacerlas piezas dignas de las más altas jerarquías sociales.