En la etapa aldeana del Preclásico, antes del 1200 a.C., se había desarrollado en Mesoamérica, pero muy especialmente en el Valle de México y en la cuenca alta del Balsas, una tradición cerámica de uso ritual caracterizada por la confección de pequeñas (alrededor de 10 cm.) figuras antropomorfas sólidas, generalmente pero no exclusivamente femeninas. A menudo, estas figuras mostraban muslos inflados y extremidades algo rígidas. En la etapa olmeca, es decir, en el Preclásico medio (1200-500 a.C.), surgió otro tipo de figuras, algunas de las cuales eran de mayor tamaño de lo acostumbrado en la etapa aldeana (2 cm. de altura y algo más), con engobe y pulido (que les daba acabados brillantes), y huecas. Estas nuevas figuras aparecieron a la vez que diversos tipos de vasos, piezas de jade y otras manifestaciones simbólicas que conocemos como olmecas.
En algunas ocasiones parece haberse producido una síntesis de los dos tipos de figura, de manera que se realizaron piezas sólidas pero de mayor tamaño; figuras simples, desnudas pero con engobes que dotaban a las piezas de coloraciones amarillas y rojizas.
Esta figura de mujer parecería corresponder con la fusión de la tradición aldeana de las figuras femeninas de gruesos muslos y la modalidad específicamente olmeca. A pesar de la aspereza del acabado, se advierte el uso de los engobes ocre o crema y rojo, que contribuyen a la definición de la figura humana. Lo más característicamente olmeca es el rostro: deformación craneana, ojos rasgados, labios notablemente abultados.
Es frecuente que las figuras de barro del Preclásico, en general, tengan una expresión facial y de movimiento superiores a las que apreciamos en el período Clásico. A esta expresividad se sumó, en la etapa olmeca, la búsqueda de algunas posturas de cierto contenido íntimo o emocional, y en algunos casos reflexivo o introspectivo.
En esta pieza apreciamos un desplazamiento de las manos juntas hacia el pecho, cerca del hombro, que acompaña a unos labios semiabiertos y una cabeza que gira hacia un lado y levanta ligeramente la barbilla. El pastillaje dota al tocado de vistosidad y realismo. Los engobes, diferenciados para cabello y piel, contribuyen a ese realismo de la pieza, a pesar del esquematismo que persiste, especialmente en el abdomen y las extremidades.
El estudio de ambos fenómenos, la mezcla de ambas tradiciones y su coexistencia en algunos sitios, puede ser clave en la comprensión del fenómeno olmeca, o de cómo un estilo y una iconografía de élite marcaron diversos desarrollos regionales.
En la etapa aldeana del Preclásico, antes del 1200 a.C., se había desarrollado en Mesoamérica, pero muy especialmente en el Valle de México y en la cuenca alta del Balsas, una tradición cerámica de uso ritual caracterizada por la confección de pequeñas (alrededor de 10 cm.) figuras antropomorfas sólidas, generalmente pero no exclusivamente femeninas. A menudo, estas figuras mostraban muslos inflados y extremidades algo rígidas. En la etapa olmeca, es decir, en el Preclásico medio (1200-500 a.C.), surgió otro tipo de figuras, algunas de las cuales eran de mayor tamaño de lo acostumbrado en la etapa aldeana (2 cm. de altura y algo más), con engobe y pulido (que les daba acabados brillantes), y huecas. Estas nuevas figuras aparecieron a la vez que diversos tipos de vasos, piezas de jade y otras manifestaciones simbólicas que conocemos como olmecas.