Considero que esta pieza procede del mismo taller o autor de otra pieza semejante resguardada en el acervo del Museo Amparo, con el registro 1146. Ambas exhiben, como rasgos anómalos respecto a las “cabezas trofeo” del estilo Comala que les sirven de modelo, flecos de cabello y secciones cuadrangulares con protuberancias cónicas que remiten a pelo atado; las dos aparentan rapados con algunas porciones en las que se conservó el cabello; asimismo, su modelado es infructuoso y las incisiones son muy marcadas. En ésta, igualmente son atípicos que el cabello sirva como soporte de la pieza y la silueta naturalista de las orejas.
Se observan concentraciones insolubles de manganeso y hierro que presenta parte de las diversas obras procedentes de las tumbas de tiro; son la huella de colonias bacterianas y se ven como máculas negras. Este rasgo me da la pauta para subrayar el predominante origen funerario subterráneo de la cerámica en la forma de esculturas y vasijas decoradas de la llamada cultura de las tumbas de tiro.
Los recintos con este nombre constan, en su esquema básico, de un ingreso vertical alargado, cilíndrico o cuadrangular, y de una cámara abovedada que se abre a su pie y en donde se colocaba a los muertos y sus ofrendas. Constituyen un diseño arquitectónico singular en el panorama mesoamericano, debido a que la construcción de tumbas, en cuanto a espacios transitables usados para la inhumación de los difuntos fue muy restringida, y a diferencia de esta cultura en la que se advierte su utilización por parte de la colectividad, en otras culturas el entierro en tumbas se limitó a miembros de las élites.
Acerca de las manchas en las superficies de los objetos, se sabe de su circunstancialidad; si es que en la cámara mortuoria existía un microambiente propicio, con filtraciones de agua, por ejemplo, pues resultan de las acciones de ciertos microorganismos y no de fenómenos geológicos.
Según lo indicado por Meredith Aronson, bacterias como Metallogenium y Leptothrix discophora, usan los electrones de ciertos metales, especialmente hierro y manganeso, para producir ATP o adenosín trifosfato, es decir, una molécula utilizada por todos los organismos vivos para proporcionar energía en las reacciones químicas. Al depositarse el metal así oxidado donde la colonia se va formando es que se produce la mancha negra. El antropólogo forense Robert B. Pickering supone que la fuente de esos metales fue el agua de la superficie que al paso del tiempo pudo infiltrarse en el interior de las tumbas de tiro y penetró en los objetos; al filtrarse por el terreno, el líquido se enriquecería de minerales.
De mi parte, hago notar que el suelo en el que predominantemente se cavaron esos recintos es tepetate o toba volcánica, un material caracterizado por una reducida porosidad que bloquea la infiltración del agua, por tanto, es muy factible que este factor contribuyera en que gran parte de las piezas procedentes de las tumbas de tiro no muestren las máculas oscuras. Reiteraría, para terminar, que su formación fue circunstancial; de un lado, el grado de compactación de la toba es variado y otras múltiples circunstancias, como temblores y excavaciones de animales, pudieron favorecer el desarrollo de los ambientes propicios a las bacterias que se nutren de metal.
Considero que esta pieza procede del mismo taller o autor de otra pieza semejante resguardada en el acervo del Museo Amparo, con el registro 1146. Ambas exhiben, como rasgos anómalos respecto a las “cabezas trofeo” del estilo Comala que les sirven de modelo, flecos de cabello y secciones cuadrangulares con protuberancias cónicas que remiten a pelo atado; las dos aparentan rapados con algunas porciones en las que se conservó el cabello; asimismo, su modelado es infructuoso y las incisiones son muy marcadas. En ésta, igualmente son atípicos que el cabello sirva como soporte de la pieza y la silueta naturalista de las orejas.