La pieza recuerda a las llamadas “cabezas trofeo” del estilo Comala del arte de la cultura de la tumbas de tiro, cuyo desarrollo se ubica en gran parte del Occidente de Mesoamérica, del 300 a.C. al 600 d.C.
Los rasgos que contrastan con las cabezas trofeo se perciben en especial en la vista de perfil, con la nariz y las mejillas aplanadas, la figuración del cabello con flecos rectos a los lados y tres protuberancias cónicas semejantes a pelo atado, así como la superficie opaca, sin bruñir.
El arte precolombino ha sido profusamente reproducido y refigurado, con múltiples y variadas intenciones. En el caso del arte de la cultura de las tumbas de tiro sobresalen los usos artísticos que le dio Diego Rivera, en particular porque fue un entusiasta coleccionista de su escultura cerámica. Varias piezas aparecen en sus murales e igualmente las empleó Frida Kahlo como motivo en su obra de caballete.
Rivera desempeñó un papel sustancial para el conocimiento histórico de la antigua cultura de las tumbas de tiro, a partir del reconocimiento estético que hizo de su arte en el contexto del movimiento moderno mundial, en la corriente denominada “primitivismo”, así como en el de la revaloración de lo indígena precolombino durante la etapa post-revolucionaria de México. Vale la pena extendernos brevemente en este asunto.
Desde la década de 1920 la escultura de la cultura de tumbas de tiro recibió mayor atención cuando artistas reconocidos como Diego Rivera, Roberto Montenegro, Carlos Orozco y Miguel Covarrubias comenzaron a coleccionarla y dieron a conocer sus acervos. Tal como lo asentó Covarrubias, este arte había sido prácticamente ignorado por los arqueólogos, hasta que los artistas modernos mexicanos “descubrieron el arte violento y lleno de fuerza del Occidente de México, al dedicarse apasionadamente a formar grandes colecciones”.
Hasta 1956 Rivera llegó a reunir 59,400 piezas, la gran mayoría esculturas provenientes de las tumbas de tiro de Nayarit, Jalisco y Colima. Entre las primeras publicaciones en las que aparecieron están los catálogos fotográficos Art in Ancient Mexico: Selected and Photographed from the Collection of Diego Rivera (1941) y L´art tarasque du Mexique (1952). La fama definitiva deriva de su primera magna exhibición en la primavera de 1946 en el Palacio de Bellas Artes, la cual tuvo dos repercusiones principales: por un lado el incremento de su demanda comercial y, por otro, promovió la atención académica. En este orden de ideas, se publicó el catálogo de la exposición con estudios del historiador de arte Salvador Toscano, el etnólogo Paul Kirchhoff y el antropólogo Daniel Rubín de la Borbolla, y en septiembre del mismo año “El Occidente de México” fue el tema de la Cuarta Reunión de Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología. Aquí Isabel Kelly expuso información trascendental: eliminó la errónea atribución a los tarascos o purépechas e indicó su antigüedad, mucho mayor a lo que se pensaba.
En las investigaciones de esta antropóloga estadounidense igualmente intervino el coleccionismo. Por un lado, en sus exhaustivas temporadas de campo, estudió acervos privados en la zona y buscó la colaboración experta de los “moneros” dedicados a la extracción de las obras; de otro lado, sus trabajos, iniciados en la década de 1930, se hicieron con los auspicios de la Universidad de California, cuyo prolongado interés en el pasado del Occidente comenzó hacia 1930 e involucró la adquisición o donación de varias colecciones de arte antiguo de la región.
Respecto a nuestra vasija escultórica, es claro que plasma un individuo muerto: en los cánones mesoamericanos así se interpretan los ojos cerrados, y asimismo las representaciones de cabezas exentas con los ojos cerrados se identifican con las decapitaciones de los enemigos. La boca abierta, con el labio inferior caído, enfatiza tal estado. En el acervo del Museo Amparo existen sobresalientes expresiones de este tipo, propias del referido desarrollo del Occidente.