Quizás las obras más famosas del arte de la cultura de las tumbas de tiro y de toda la región occidental de Mesoamérica sean las esculturas de perros; en esta pieza destaca la vivacidad plasmada, incluso se advierte un estado de ánimo feliz, es un perro contento ante algo con lo que parece tener contacto. Su expresión no reside sólo en el rostro con los ojos y la boca abiertos, y las orejas grandes, puntiagudas, cóncavas y erguidas, sino en el cuerpo completo, cuya anatomía aparenta cercanía con la realidad; el perro está echado sobre la panza y extiende al frente y atrás sus extremidades, que tienen los dedos marcados; levanta la cola corta y enroscada, y la cabeza se alza para mirar con atención al frente.
El modelado es perfecto, asimismo el alisado y bruñido que le confieren un brillo especial al engobe rojo de la superficie; originalmente sería toda de este color, las manchas oscuras son depósitos de minerales que se acumularon durante su estancia en una tumba de tiro y cámara. Es una pieza hueca, en la boca se halla la abertura que impidió que estallara durante la cocción. La técnica y elevada expresividad de la obra constituyen una muestra de la excepcional calidad artística de los ceramistas de esta cultura del antiguo Occidente de México y, sin duda, son características de las numerosas imágenes escultóricas de los perros, en particular las del estilo Comala, originario del valle de Colima.
En el marco de un arte mesoamericano en el que predomina el hieratismo y la sobriedad, no sorprende la enorme fama de estos perros que además de los talleres Comala, igualmente se hicieron en otros de los múltiples estilos artísticos zonales a lo largo del territorio de las tumbas de tiro, y al margen de la solvencia técnica y la variedad de recursos creativos, una constante es que plasmen diversas actitudes, posturas y comportamientos de los canes, por ello es fácil que los espectadores nos enlacemos directamente con ellos. Estas imágenes milenarias nos resultan actuales y cercanas, en ellas vemos a nuestras mascotas: perros en reposo, dormidos, contentos, ansiosos, en alerta, relajados, afectuosos, juguetones.
Sin minimizar los valores mencionados, desde un punto de vista histórico es necesario aproximarnos al contexto en el que estas obras de arte fueron producidas, sus usos y las funciones que cumplieron. Con base en el imaginario precolombino, testimonios del siglo XVI, en especial el Códice Florentino, y análisis arqueozoológicos, el biólogo Raúl Valadez revela la existencia de cuatro especies de perros en el México antiguo. El que nos ocupa corresponde a los que fray Bernardino de Sahagún describe en el códice referido como “bajuelos, redondillos, son muy buenos de comer”, denominado en náhuatl tlalchichi, que puede traducirse como perro (chichi) de piso, de suelo o de tierra. Este perro tenía pelo; al contrario de una creencia común el perro pelón de la raza xoloitzcuintle no era el más abundante.
Además de la talla representada en la escultura, un detalle que en particular nos permite identificarlo es la dentadura: presenta caninos y premolares y los perros pelones carecen de ellos; de modo extraño, no tiene los incisivos superiores, tal vez indique una patología o edad avanzada. Las convenciones estilísticas determinaron que no se figurara el pelaje del animal. Los perros chaparros se figuraron con frecuencia en el estilo Comala, aparte de la altura baja les distingue la robustez u obesidad; este rasgo recuerda que en Mesoamérica los perros de cualquier raza sirvieron como alimento, había personas dedicadas a su crianza y se comerciaban en los mercados; se usaron como animales de sacrificio en rituales y fiestas y luego se comían; de otra parte, desempeñaban un importante papel en la esfera religiosa, por ejemplo, se acostumbraba a enterrar perros con los difuntos.
Desafortunadamente, por lo que toca a la cultura de las tumbas de tiro, las indagaciones arqueológicas son reducidas y los registros de restos óseos de perro son contados y todavía más los análisis específicos para conocer la manipulación de la que pudieron ser objeto. Ante esta grave carencia de información y, por otro lado, la abundancia de representaciones artísticas de perros, que es factible reconocer como ofrendas mortuorias, en mi opinión es necesario distinguir entre los animales reales y sus imágenes. Más que como evocación de comida para los humanos en su existencia vital postmortem, considero que el depósito de las esculturas de perros en las tumbas respondía sobre todo a otras vertientes del pensamiento religioso del pueblo de las tumbas de tiro, para el que, de manera contundente, lo funerario fue un asunto fundamental, más que para cualquier otro de Mesoamérica.
No subrayo su papel como símbolo de comida porque se sabe que en efecto ésta formó parte de los ajuares mortuorios y en parte era colocada en numerosas vasijas. En el mismo arte de esta cultura los perros también se figuraron en interacción con los humanos: mujeres y hombres los abrazan con afecto y además habitan con ellos en sus casas y templos, tal como se ve en las maquetas del estilo Ixtlán del Río. Al parecer, en los espacios sagrados de las sepulturas se recreó ese tipo de convivencia, en este caso, la escultura del perro que atendemos, miraría atenta y gustosamente a su dueño, dueña o a su familia humana; pareciera que fue imprescindible materializar para siempre en la realidad del arte la naturaleza de los perros como mascotas fieles, cariñosas, protectoras y vigilantes y asimismo útiles más allá de lo práctico e inmediato.
En la cosmovisión mesoamericana los perros se reconocen como guías de los individuos fallecidos en el camino que tendrían que recorrer en el mundo de los muertos, que se halla en el nivel inferior del universo. El concepto del perro lo vincula con el inframundo, un estrato femenino, acuático, primigenio y oscuro, por donde transita el sol cada día durante la noche. Respecto a tal concepción dualista y sexual del cosmos, no sobra decir que en el panteón mexica existe un dios que se identifica con un perro, Xólotl; es el gemelo de Quetzalcóatl y juntos constituyen una dualidad de opuestos complementarios. Xólotl se identifica con Venus en su faceta de “estrella” vespertina y entre sus funciones se halla la de trasladar o guiar al Sol en su recorrido nocturno. Desde esta perspectiva tan vital, activa y fundamental del inframundo no extraña la presencia de un perro perpetuamente vivo y de compleja polisemia junto a quienes “vivían” en ese estrato antes de que sus tumbas fueran disturbadas.