En Mesoamérica los animales, las plantas y los humanos adquirieron una gran versatilidad en sus formas. En ocasiones se tallaron en bellas esculturas, otras veces se labraron en pendientes que colgaban de collares o que adornaban el cuerpo y otras veces más se integraron en las vasijas que se empleaban para comer o que servían para depositar las ofrendas que se les daban a los dioses. En dichos contextos las figuras podían adaptarse a las vajillas de diferentes maneras. Algunas soluciones eran tan sencillas como pintar las paredes de la cerámica con diferentes figuras y, en otras ocasiones, como se distingue en los braseros de Oaxaca y de Teotihuacán, las formas eran cubiertas por capas y capas de distintos elementos que transformaban la pieza en una verdadera efigie del dios, de la persona o del animal. Entre estas dos soluciones existía un punto intermedio, donde se incorporaron por medio del pastilllaje elementos distintivos del animal, dejándose ver claramente la vasija, pero transformándola con la figura de otro ser.
En la pieza 98 de la Colección del Museo Amparo, podemos distinguir nítidamente este último procedimiento. La vasija corresponde a una olla. La base es cóncava y el fondo convexo. Tiene un cuerpo globular con paredes curvoconvergentes y el cuello tiene paredes rectas. El borde es biselado y tiene el labio redondeado. La pieza tiene una altura de 22 centímetros y el diámetro de la boca es de 10.8 centímetros.
La decoración es el elemento distintivo de la pieza y se hizo por medio del pastillaje y con pintura precocción. Con pastillaje se colocó una esfera con un cilindro para simular una cabeza y su cuello. En la parte frontal de la esfera se colocó un triángulo que simula un pico, mientras que dos grandes círculos se colocaron arriba para representar los ojos. Debajo de la cabeza se añadieron dos pequeños rectángulos para representar las patas del ave; mientras que, a cada lado, se incluyó una pequeña banda curva, para representar el borde inferior de las alas del ave. Por último, en la parte de atrás se incorporó otro rectángulo para crear una pequeña cola.
Esta decoración se recubrió con un engobe crema y se pintaron diseños lineales con color rojo y negro. Primero se colocó una línea negra en la unión del cuerpo y el cuello y otra más se colocó horizontalmente un centímetro más arriba. El cuello del ave es marcado con tres medios círculos, al igual que el interior del ala. Las patas tienen un círculo alrededor de cada rectángulo y, en la parte de atrás se colocaron siete líneas verticales en la cola y dos pares de bandas verticales alrededor de esta figura. En esta misma sección se encuentra una gran banda negra flanqueada por dos líneas del mismo color que se proyectan hacia arriba y llegan a un pequeño rectángulo horizontal con tres círculos en su interior.
Por su parte, la pintura roja se puso al final y, aunque su presencia es muy restringida, le da una gran expresión a la pieza. El rojo se ocupó con una gran banda que rellena el espacio de las líneas negras que se encuentran en el cuello. Asimismo, detrás de las alas hay otra banda vertical roja, otra a cada lado de la cola y entre estas dos bandas se pintó otra banda más.
La pieza, en general, está bien conservada, solamente tiene una pequeña despostilladura en el borde de la sección trasera y posee concreciones de cal, además se encuentran pequeñas líneas interrumpiendo la decoración. Estas marcas son comunes de encontrar debido al descuido al excavar la pieza y rayarla con un objeto de metal, aunque hay otras líneas que recuerdan la marca de raíces de plantas que estaban rodeando la pieza.
Este tipo de olla es frecuente encontrarla en el occidente y el norte de México, aunque también se encuentran piezas parecidas en la región del norte de Veracruz e incluso en Tula. Probablemente, esta pieza fue elaborada en el Posclásico temprano, momento en el cual, grupos norteños comenzaron a tener una intensa relación con el centro de México y muchas de sus formas cerámicas se distribuyeron en distintas regiones del territorio. Por ello, el día de hoy no es posible definir precisamente una región de origen de la pieza.
En Mesoamérica los animales, las plantas y los humanos adquirieron una gran versatilidad en sus formas. En ocasiones se tallaron en bellas esculturas, otras veces se labraron en pendientes que colgaban de collares o que adornaban el cuerpo y otras veces más se integraron en las vasijas que se empleaban para comer o que servían para depositar las ofrendas que se les daban a los dioses. En dichos contextos las figuras podían adaptarse a las vajillas de diferentes maneras. Algunas soluciones eran tan sencillas como pintar las paredes de la cerámica con diferentes figuras y, en otras ocasiones, como se distingue en los braseros de Oaxaca y de Teotihuacán, las formas eran cubiertas por capas y capas de distintos elementos que transformaban la pieza en una verdadera efigie del dios, de la persona o del animal. Entre estas dos soluciones existía un punto intermedio, donde se incorporaron por medio del pastilllaje elementos distintivos del animal, dejándose ver claramente la vasija, pero transformándola con la figura de otro ser.