Durante el siglo XX se desarrolló el interés por conservar de la mejor manera los restos que emergían de la tierra proveniente de otro tiempo. Las formas de intervenir los materiales cambiaron poco a poco, desde una restauración completa, hasta vertientes más modernas que propugnan por una intervención menos agresiva. Entre estas posturas surgió a mediados del siglo XX el afán por consolidar los descubrimientos realizados en las excavaciones con todo y su matriz que los envolvía y, posteriormente, en el laboratorio se haría una meticulosa excavación. Esta práctica sobre todo se hacía en los salvamentos, donde era necesario recuperar la información lo más rápido posible, antes de que se perdiera para siempre.
En este afán, muchas de las piezas consolidadas se fusionaron de tal manera que, en el momento de tratar de excavarse en el laboratorio, resultaba imposible separar la tierra de las piezas. El material y la matriz se habían convertido en un solo bloque. La mayoría de estos casos ocurría con el material óseo.
Con el caso de la pieza 1688 de la Colección Amparo se puede ejemplificar este suceso. La pieza, en una primera apreciación se muestra como una masa de tierra con fragmentos óseos sin una clara disposición. Observándola con más detenimiento, podemos distinguir que la pieza corresponde a la parte proximal de los huesos del antebrazo. Esta afirmación se puede comprobar al ser visible la cabeza del radio, reconociéndose la circunferencia articular, característica de este hueso. También se encuentra el color del radio y la tuberosidad. Sin embargo, al inicio de la diáfisis el hueso se encuentra roto.
El cúbito se encuentra asociado al radio en posición anatómica. A diferencia del radio, el cubito se encuentra fracturado en la parte proximal, ya que el olecranon, que da origen al codo, no se encuentra presente, solamente se halla el proceso coronoide y de ahí inicia la diáfisis del hueso y se encuentra fracturado el hueso a la misma altura que ocurre en el radio.
De la pieza llama la atención que, sobre estos dos huesos, se encuentra la diáfisis de un hueso largo con modificaciones intencionales. Se puede ver un corte que le quitó las epífisis. Asimismo, en la superficie del hueso se le hicieron dos orificios rodeados por dos circunferencias incisas y se realizaron cortes equidistantes en el eje axial del hueso. También presenta cuatro cortes verticales, el central divide la sección inferior de la pieza en dos. Por último, en el borde hay dos pequeños cortes y existen marcas de color rojo. Estas intervenciones muestran un adorno, a semejanza de un anillo de hueso que portaba el individuo enterrado. Esta afirmación se sostiene al encontrarse una falange dentro de la circunferencia creada por el hueso. De la falange se distingue la epífisis distal y la proximal.
Observándose con más atención se distingue un fragmento de una epífisis distal de un metacarpiano a lado de la falange, la cual se encuentra consolidada. Ello nos puede indicar que esta pieza era parte de un entierro que fue consolidado y el fragmento que corresponde a la pieza 1688 corresponde a una mano con un anillo de hueso que estaba sobre el codo. Lamentablemente, la falta de contexto nos impide afirmar la temporalidad o la cultura de la pieza.
Durante el siglo XX se desarrolló el interés por conservar de la mejor manera los restos que emergían de la tierra proveniente de otro tiempo. Las formas de intervenir los materiales cambiaron poco a poco, desde una restauración completa, hasta vertientes más modernas que propugnan por una intervención menos agresiva. Entre estas posturas surgió a mediados del siglo XX el afán por consolidar los descubrimientos realizados en las excavaciones con todo y su matriz que los envolvía y, posteriormente, en el laboratorio se haría una meticulosa excavación. Esta práctica sobre todo se hacía en los salvamentos, donde era necesario recuperar la información lo más rápido posible, antes de que se perdiera para siempre.