Esta pieza nos recuerda vivamente dos figuras más que se exhiben en el Museo Amparo, con el número de registro 52 22 MA FA 57PJ 1129. Su aspecto general, tamaño y color coinciden, y llama especialmente la atención la repetición del ostensible y curioso collar que todas ellas portan. Por lo tanto, lo que digamos sobre esta pieza debe cotejarse con las fichas que se han elaborado para las otras.
Descartamos, de entrada, que se trate de una tercera pieza del mismo grupo. Al contrario, podemos afirmar que procede de un contexto distinto, con seguridad de la misma zona, acaso del mismo antiguo asentamiento, pero de una tumba distinta. Esta pieza, a diferencia de las otras, muestra varias fracturas, raspones que desprendieron parte su pigmentación, y una película de barro ocre fuertemente adherido a la pieza, como si hubiera quedado expuesta al roce de algo de arena o grava que la lastimó seriamente, y quizá impregnada por el barro profundo de una tumba de tiro inundada por largo tiempo. Pero no sólo es el estado de conservación. Cuando comparamos esta pieza con el otro par, observamos algo de enorme utilidad para nuestro conocimiento de las prácticas del arte prehispánico y el de las Tumbas de tiro en particular: nos referimos a la posibilidad de variantes considerables en la ejecución, dentro de un mismo estilo.
En las tres figuras existe una fuerte abstracción, hacia el estereotipo, en los rasgos de la figura humana, y unas convenciones bastante fijas en el tamaño, formas generales, color, postura, pero la ejecución es notablemente distinta en el caso de esta pieza respecto a las otras dos. La figura que comentamos produce la nariz y las cejas con un solo trazo continuo hecho con pastillaje fresco, y resuelve los ojos con dos botones, bien distinto de los rostros de la pareja citada.
Esta pieza, por otra parte, tiene también una protuberancia en la zona parietal, pues se trata de un recipiente, y cuenta con cuello y boca. En cambio, carece del tocado o casco cónico.
En cuanto al color de la figura, parece haber un engobe rojo que cubre la totalidad de la pieza. Después y encima de ese engobe-base hay una aplicación de negro, aparentemente con pigmento de carbón, que cubre la cara, parte de las piernas y brazos y algunas zonas del vestido.
La postura coincide con la de muchas otras piezas. En la cerámica figurativa, del Preclásico medio en adelante, se empleó esta fórmula de las piernas ligeramente arqueadas hacia el frente y las manos apoyadas en las piernas, con los brazos extendidos o semiflexionados. Si bien la postura es reveladora de la jerarquía del personaje -podríamos llamarla una postura de majestad-, sucede que el hecho mismo de que se elabore una pieza de esta calidad y complejidad para la tumba de alguien ya lo señala como un personaje especial: no había manera de que se invirtiera esa fuerza de trabajo para hacerle una ofrenda semejante a un campesino común.
Como siempre, hay cosas que nos falta comprender. El collar es muy característico, muy peculiar, ¿pero qué es? En su momento, Verónica Hernández sugirió la posibilidad de que fuesen vainas de alguna planta o bien valvas de una concha marina. Y al parecer se decantó por esta última opción. El problema es que su forma no coincide con la de algún molusco conocido; acaso guarda semejanza con algunos tipos de abulón. Sin embargo, sus puntas, la forma pronunciadamente curva, su apariencia de gajos, nos inclina a considerar con más posibilidades la idea de que se trate del fruto de algún árbol, convertido en cáscara al secarse, del cual surgen las semillas. Encuentro la mayor semejanza con las cáscaras desgajadas que envuelven las semillas del agave salmiana, es decir, de la floración del maguey pulquero. Lo interesante de esta posibilidad es el fuerte significado económico y cultural de la planta en la mayor parte de Mesoamérica. También tienen semejanza con las cascaras del fruto de algunas acacias.
Nos faltan todavía elementos para explicar el sentido profundo de la unión en su solo objeto del recipiente para líquido y la efigie de una persona. Sí tenemos una idea de que los banquetes funerarios eran muy importantes, y de que la vajilla y también algunos alimentos y bebidas usados en el banquete eran enterrados junto al difunto, como si continuara él o ella, en su viaje al otro mundo, participando de un largo banquete por años. Y el enterramiento de figuras antropomorfas parece corresponder con la idea de representar al difunto, sus allegados, sus amigos y acaso sus sirvientes, acompañándole en ese banquete perdurable, en la profunda obscuridad de su sepultura.