El arte del Occidente mesoamericano exhibe soluciones plásticas tan sorprendentemente creativas que esculturas de por lo menos mil cuatrocientos años de antigüedad pueden pasar como contemporáneas.
El acrecentado volumen de la pieza que atendemos no puede explicarse en términos prácticos, de ningún modo eran necesarias unas extremidades inferiores de ese tamaño para que se sostuviera en pie, en definitiva fueron determinantes la sensibilidad de los ceramistas de la cultura de las tumbas de tiro y su capacidad extraordinaria para recrear la figura humana sin que perdiera su identidad, la referencia al modelo natural.
No se trata de una mujer que muestre alguna deformación patológica, sino de una cuya apariencia ha sido modificada artísticamente. “Elefantino” es la denominación coloquial que ha recibido el estilo que la configura, su conocimiento es reducido, con seguridad su producción fue muy limitada. Hasta ahora, se identifica sólo en formas escultóricas huecas que representan humanos, les caracteriza la rotundez del cuerpo, en especial de las piernas en el caso de las piezas más distintivas, como la que nos ocupa, puede verse que la base de las extremidades inferiores es plana y los dedos de los pies sobresalen en el borde como pequeñas protuberancias redondeadas, de modo que recuerdan a patas de elefante, en contraste, los brazos son delgados y el rostro tiene rasgos afilados.
El estilo carece de un topónimo que refiera su procedencia de alguna localidad, pero por sus características es posible ubicarlo en Jalisco, desde los valles del Altiplano central hasta el sur de la entidad, debido a que comparte con el estilo Ameca-Etzatlán la pasta fina, el engobe de color crema, la elevada calidad de la cocción y la ausencia de genitales femeninos, con el Tuxcacuesco-Ortices hay similitud en los detalles al pastillaje. Con el San Sebastián en algo se equipara la voluminosidad, si bien, las obras del elefantino no presentan el arco de los pies levantado, los dedos son diferentes y la cabeza también. Dado que en mayor o menor medida tienen atributos de contenedores –aunque no se sabe si en efecto funcionaron así—, remite asimismo a los estilos Coahuayana, Pihuamo y Comala. En esta obra, además de la abertura de la vasija que la mujer carga con el mecapal, hay otra en su interior, es un orificio circular a la altura de parte posterior de la cabeza.
El mecapal o mecapalli es un invento mesoamericano para cargar y transportar todo tipo de objetos, es una banda tejida de algodón o ixtle atada que se pasaba por la frente del cargador, el peso se sostenía -en ocasiones con la ayuda de un huacal o especie de caja— desde la cabeza y en su caso se distribuía por toda la espalda. En el arte precolombino suele asociarse con la imagen de los comerciantes-viajeros, en nuestra mecapalera se advierte un sentido más cotidiano, únicamente sostiene un recipiente de paredes rectas, la banda rodea el gran vaso y a su vez toma ésta con las manos para asegurar la carga.
Carece de cualquier adorno, incluso de cabellera y en ello se aparta de la predominante figuración ornamentada del humano en la escultura del pueblo de las tumbas de tiro. No obstante, el modelado reviste un interés singular. El rostro simple y aplanado contrasta con la sensualidad y delicada elaboración del resto del cuerpo, la forma general se inscribe en un cono en el que los senos, el abdomen, la cadera, las rodillas y nalgas resaltan como curvas suaves, una pequeña depresión circular marca el ombligo.
Las variaciones en los tonos y colores de la superficie –café claro, gris, negro y rojo pueden atribuirse a una cocción con una distribución desigual del aire, en las partes oscuras se trataría de una atmósfera reductora, es decir, con poco oxígeno, cabe suponer que se usó un horno al aire libre. Acerca de los posibles usos como recipiente de esta escultura hueca que figura una mujer que carga una vasija, destaca que la parte inferior del vaso presenta desgaste, quizás alojó alguna sustancia o bien necesario para un difunto en su estancia en el inframundo funerario. Con certeza puedo afirmar que se trata de una obra magistral, una de las más sobresalientes en la colección del Museo Amparo.