A lo largo de la historia de Mesoamérica es hasta cierto punto frecuente que en momentos críticos de la civilización, en tiempos de cambio, aparecieran cerámicas que acompañan por períodos cortos o en momentos precisos las transformaciones culturales de las clases políticas del México antiguo. Sin importar dónde se presenten y su específica dimensión temporal, todas ellas guardan elementos en común y son manifestaciones inequívocas de grandes cambios políticos y sociales.
Más allá de su dimensión temporal e incidencias regionales, todas estas vasijas son capaces de explicar la identidad de los procesos culturales que promovieron su rápido desarrollo y pronto desuso. Tanto sus formas como sus vinculaciones, su singular iconografía, son parte de estos complejos fenómenos alfareros de corta duración, que no sólo se registran en momentos concretos sino que pueden inclusive mostrarse a nivel arqueológico en áreas muy específicas de los antiguos asentamientos.
Este es el caso de las cerámicas negras con decoración en relieve que se elaboraron en El Tajín durante un breve lapso del período Epiclásico (ca. 900 d.C.) y que únicamente se les encuentra en el ámbito del Edificio de las Columnas, la obra emblemática de su tiempo. En sus decoraciones, sólo los actos del gobernante resultan ser verdaderamente eficaces. Es revelador que la representación de la comunidad sólo aparezca mediante la figura simbólica del soberano. Sus enemigos, mostrados en fila y amarrados del cuello, aparecen como una pluralidad de individuos cuyo desconcierto e ineficaz oposición al señor de El Tajín sólo sirve para resaltar su naturaleza sobrehumana.
Estas vasijas son muy similares a otro grupo de ellas que proceden de la región del río Blanco, un afluente menor del Papaloapan. Se trata, en ambos casos, de la expresión de un mismo modelo cultural que acercaba las manifestaciones rituales de las clases políticas de Mesoamérica. Hacen propio el lenguaje de las élites y un discurso iconográfico que se presenta a sí mismo como el foco ordenador de las relaciones políticas y sociales de su tiempo.
El uso de cajetes semiesféricos de color negro y acabado brillante es algo que en la costa del Golfo de México los hace directamente comparables. Son producciones tardías que tomaron partido por recuperar el aspecto de vasijas elaboradas en épocas pasadas y que se hallaban en desuso desde tiempo atrás. Este proceso que implica “revivir” de alguna manera tradiciones alfareras desaparecidas, tiene que ver con un asunto de prestigio y con una percepción de la historia de la propia civilización como algo digno de rememorar. El contexto ideológico que las reviste es particularmente complejo, lleno de elementos que probablemente se nos escapan, pero estos cajetes de color negro que vienen desde tiempos inmemoriales, siempre de probado uso ritual, son los que en la llanura costera acompañan las grandes transformaciones culturales.
El magnífico ejemplar de la colección del Museo Amparo no escapa a ninguna de las consideraciones que hemos hecho aquí y si no se trata de una pieza falsa, algo que siempre es de tenerse como una posibilidad, sino que es mucho más temprana que las anteriores (ca. 300-600 d.C.). A juzgar por el estilo artístico que exhiben los motivos ornamentales, probablemente fue elaborada en el centro de Veracruz, quizá en algún lugar de la cuenca del Papaloapan.
Si es de origen prehispánico, lo que así parece, entonces se trata de un objeto verdaderamente extraordinario cuya característica principal es que la decoración calada en el fondo de la vasija la vuelve un artefacto “no funcional” desde la perspectiva de su uso primario. Se distinguen las figuraciones de dos animales de enorme peso en la mitología de Mesoamérica, un jaguar de cuerpo entero en actitud de abalanzarse sobre una serpiente significada sólo por la cabeza de perfil. Todo ocurre en un contexto poblado de vírgulas. Sobre la cara del tigre es posible observar algo que podría ser una cuerda y que continúa sobre su espalda formando seis círculos concéntricos calados en el barro fresco.