Las figurillas sonrientes fueron muy populares en el período Clásico tardío de la época prehispánica (ca. 600-900 d.C.), es probable que se extendieran a partir de las cuencas de los ríos Blanco y Papaloapan llegando –aunque no sin modificaciones de orden estilístico– al límite occidental del área maya. También las hay en la isla de Jaina (Campeche) formando parte de ofrendas funerarias y en Tabasco terminaron por adquirir los rasgos de la producción cerámica local. Con todo, es verdaderamente difícil saber qué era lo que impulsaba en este amplio territorio la producción de tal cantidad de figurillas, miles de ellas.
Aun así, es evidente que guardan algunas diferencias y que la mayor parte de ellas se manifiesta en el rostro, en los gestos de la boca. De este tipo de figurillas conocemos un nutrido grupo que procede de la cuenca baja del Río de los Pescados en la región central veracruzana.
Halladas por el eminente arqueólogo Alfonso Medellín Zenil en El Faisán, muestran una serie de atributos que las hacen únicas por razón del acabado bruñido de la superficie y por su decoración pintada. No hay cambios en lo que hace a la temática, pero ciertamente puede reconocerse un tratamiento distinto si es que las comparamos con las encontradas por el mismo Medellín Zenil en Los Cerros y Dicha Tuerta, estas últimas en la cuenca del Papaloapan.
La pieza que aquí nos ocupa probablemente procede de algún lugar muy próximo a la costa, muestra a un personaje sentado con los brazos en alto y las palmas de frente. Desnudo, con la cabeza cubierta y adornado con una faja decorada con grecas, orejeras y un pesado collar que termina en un enorme pendiente, deja ver que se trata de un hombre. Este carácter sexuado de las figurillas sonrientes no alcanza por igual a todas ellas y es hasta cierto punto común que no distingan género. De cualquier manera, vuelven a aparecer en Dicha Tuerta y conocemos ejemplos de la misma cuenca del Papaloapan que retratan a mujeres con el pecho descubierto y vistiendo largas enaguas.
Esta figura de barro lleva los dientes limados con el propósito de resaltar el tamaño de los incisivos centrales, un tipo de ornamentación prehispánica que normalmente se reservaba a los individuos pertenecientes a los estratos privilegiados de la sociedad y que advierte su claro valor simbólico. Su figuración suele estar relacionada con el gesto de apretar los dientes o de morder la propia lengua, una señal que probablemente remite a un antiguo culto que hacía de la boca el lugar más vulnerable del cuerpo y donde la lengua habría tenido la capacidad de tapar a los aires nocivos tan peligrosa entrada.
Aunque me inclino a creer que se hallaban inscritas en un culto orientado a la curación de los enfermos, existe también la idea de que pudieron participar de rituales acuáticos. Sin embargo, fueron utilizadas por cientos en los templos y se desecharon al concluir las ceremonias religiosas arrojándolas en vertederos ceremoniales al considerarlas contaminadas e inservibles para usos futuros.
Las figurillas sonrientes fueron muy populares en el período Clásico tardío de la época prehispánica (ca. 600-900 d.C.), es probable que se extendieran a partir de las cuencas de los ríos Blanco y Papaloapan llegando –aunque no sin modificaciones de orden estilístico– al límite occidental del área maya. También las hay en la isla de Jaina (Campeche) formando parte de ofrendas funerarias y en Tabasco terminaron por adquirir los rasgos de la producción cerámica local. Con todo, es verdaderamente difícil saber qué era lo que impulsaba en este amplio territorio la producción de tal cantidad de figurillas, miles de ellas.