El juego ritual de la pelota forma parte de una tradición cultural que se extendió desde época temprana por buena parte de Mesoamérica, siempre ligada a las playas de arena negra del Golfo de México. A lo largo de la llanura costera se multiplicaron los edificios consagrados a este importante ritual, dos plataformas paralelas que dejaban entre ellas un corredor que servía para poner en movimiento una pesada pelota fabricada de hule macizo. Su enorme peso hizo necesario dar forma a varias piezas de un atuendo que servía para proteger el cuerpo del jugador de las maceraciones que producía su constante roce. Para conseguir este efecto, no sólo bastaba el uso de un abultado cinturón, probablemente fabricado con un cuero muy duro, también se adicionaron una o dos rodilleras y, dependiendo de la variedad del juego o del tamaño de la pelota, llegaron a usarse una suerte de guantes.
En la cuenca del río Pánuco se modelaron grandes cantidades de figurillas de barro que representan a estos jugadores de pelota perfectamente vestidos para la ocasión. La gran mayoría de ellas recibieron toques de pintura negra en distintas partes del cuerpo. Sin embargo, la pieza que nos ocupa se muestra sin indumentaria salvo por el elaborado tocado, un par de orejeras y un interesante collar en el que destaca la figuración de un caracol marino –probablemente correspondiente a la familia Olividae– que luce sobre el pecho a modo de pendiente.
Aunque ciertamente no es un jugador de pelota, no hay atributo que lo señale así, se trata de una delicada imagen femenina –con los senos y los genitales muy marcados– relacionada con la práctica agrícola, con el trabajo en las sementeras y con la fertilidad misma, lo que bien la hace complementaria, no sólo en su aspecto general, con el entorno simbólico de las figurillas ataviadas para el juego sagrado.
Además, es muy posible que fueran halladas juntas en los contextos funerarios del sur de la Huasteca. La que aquí es motivo de nuestro interés se fabricó durante la primera mitad del período Clásico (ca. 400 d.C.), un momento de la cronología que en términos de la alfarería local registra una producción sin precedentes de esta clase de figurillas que tanto sorprenden hoy en día por su excelente hechura tanto en el Museo Amparo como en el Museo de la Cultura Huasteca de Tampico, lugar donde también se conserva una importante colección de ellas.
El juego ritual de la pelota forma parte de una tradición cultural que se extendió desde época temprana por buena parte de Mesoamérica, siempre ligada a las playas de arena negra del Golfo de México. A lo largo de la llanura costera se multiplicaron los edificios consagrados a este importante ritual, dos plataformas paralelas que dejaban entre ellas un corredor que servía para poner en movimiento una pesada pelota fabricada de hule macizo. Su enorme peso hizo necesario dar forma a varias piezas de un atuendo que servía para proteger el cuerpo del jugador de las maceraciones que producía su constante roce. Para conseguir este efecto, no sólo bastaba el uso de un abultado cinturón, probablemente fabricado con un cuero muy duro, también se adicionaron una o dos rodilleras y, dependiendo de la variedad del juego o del tamaño de la pelota, llegaron a usarse una suerte de guantes.