Las convenciones del estilo Comala en el arte cerámico determinaron que de modo predominante toda la superficie exterior de las piezas fuera de un solo color; sobre todo se cubrieron o engobaron con hematita u óxido de fierro para producir un distintivo rojo bermellón.
Con frecuencia, la monocromía es sólo aparente, pues se aplicaron engobes en otros dos o tres tonos de la misma gama, como naranja, café o rojo oscuro. En menor medida algunas secciones se pintaron en negro o blanco con la intención de destacar puntualmente ciertos elementos; la obra en la que nos detenemos pertenece a tal modalidad. Presenta manchas negras en la zona de los ojos y las orejas, y del cuello hacia abajo en casi todo el cuerpo, menos en la punta de las patas y la cola.
La pintura negra sobre el engobe rojo cumple, a mi parecer, un propósito definido: figurar que el perro representado tiene pelaje de colores; uno de ellos pudo ser negro u otro oscuro, mientras que el rojo no necesariamente corresponde al natural del animal debido a que los cánones estilísticos se imponen a los afanes de realismo; asimismo ocurrió con el pelaje, del cual no se ve más detalle, la superficie es lisa.
Esta escuela artística del valle de Colima se caracteriza por la síntesis, de ahí que prevalecieran el aspecto monocromo, las superficies pulidas y bruñidas finamente, así como la “simplificación” de las formas. Otro rasgo propio del estilo es que los volúmenes escultóricos sean huecos y suelen tener una vertedera, por tanto, cualidades de recipientes. Nuestra pieza tiene en el costado del dorso una vertedera tubular cortada diagonalmente.
Es factible deducir que la escultura plasma a un perro peludo; a partir de los estudios biológicos, se ha concluido que en el México antiguo existieron cuatro razas de perros, a excepción de una de las dos variedades del renombrado xoloitzcuintle que es lampiña, el resto tenía pelo. Los testimonios etnohistóricos de igual manera contribuyen en este conocimiento: en el famoso Códice Florentino fray Bernardino de Sahagún y sus sabios colaboradores nahuas del centro de México mencionan e ilustran varias razas, una de ellas es el tlalchichi; con alta probabilidad el perro que vemos es de este tipo.
El término puede traducirse como “perro de tierra” y refiere un animal chaparro o de patas cortas; los análisis de osamentas antiguas confirman su existencia y además es posible que haya sido el que mayormente plasmaron los escultores del pueblo de las tumbas de tiro, en especial los de los talleres del estilo Comala.
Suele verse robusto y sólo de color rojo, pero igual se encuentran algunos con manchas negras, como el nuestro; Isabel Kelly excavó uno semejante en una tumba de tiro y cámara del sitio colimense llamado El Manchón, lo cual da pie para recordar la procedencia funeraria de estas obras: se ofrendaron a los muertos y conllevan un carácter religioso, sagrado. Entre los simbolismos del perro se hayan el de ser compañero y guía de los difuntos en el inframundo.
Tal vez el tlalchichi se ha extinguido, pero de acuerdo con el biólogo Raúl Valadez pudo ser el ancestro del actual perro chihuahueño. De la escultura que atendemos es importante mencionar que ejemplifica la riqueza de las representaciones de perros en este arte, la impresionante gama de sus figuraciones como seres vivos.
Su postura y actitud son peculiares, digamos que no se plasmó de la forma más fácil posible. Se le ve echado y enroscado, con las patas delanteras entrecruzadas, de las traseras se sugiere que una está bajo el cuerpo, mientras que la otra se flexiona; la cabeza está vuelta de lado, exhibe toda su dentadura pareja y con sus grandes ojos mira expresivamente hacia arriba.