Debido a la proliferación de modelos, en especial de estampas grabadas, y la particular devoción a ciertas efigies, no es extraño encontrar en la plástica novohispana copias literales o interpretaciones de imágenes veneradas en España que, por uno u otro motivo, fueron realizadas también por los obradores indianos. Dejando a un lado el tema de las veras efigies, o “trampantojos a lo divino”, como los llamara en su momento Alfonso Pérez Sánchez,[1] más abocado a la “imitación” pictórica de los sagrados simulacros y sus entornos, el caso que aquí nos ocupa podemos considerarlo una copia literal de un modelo previo, aderezado en su ejecución polícroma, concretamente estofada, con las maneras propias de la escuela novohispana, obteniendo con ello una ligera variación del tema desde el punto de vista iconográfico, con base en el cromatismo.
En efecto, Si atendemos la descripción formal de la talla, donde se nos presenta a la Virgen doliente en postura genuflexa, o sea, de rodillas, con las manos entrelazadas y pegadas al pecho, la cabeza ligeramente hacia abajo e inclinada hacia un lado, además de la forma en que va vestida –llegando incluso al detalle del pequeño lazo realizado con las puntas del manto, o el amplio rosario–, inequívocamente nos remite a la desaparecida talla de la Soledad de la iglesia de los Mínimos en Madrid y a la religiosidad de la Corona. Como se ha señalado muchas ocasiones, el origen de esta devoción y su particular iconografía se deben a su encargo específico en 1565 por parte de la reina Isabel de Valois al destacado escultor Gaspar Becerra (Baeza, 1520-Madrid, 1568), para que llevara al volumen, en una imagen vestidera y procesional, la efigie que la propia reina había traído de Francia en un lienzo. Cabe recordar que Becerra era uno de los artistas más importantes del momento; formado principalmente en Italia, retornó a España, donde, entre otras obras, ejecutó algunos de los retablos más notables de esa época, como el mayor de la catedral de Astorga o el de las Descalzas Reales de Madrid.
Como refiere Sánchez de Madariaga: “[…] si bien la escultura de Becerra era […] copia de un cuadro, se puede considerar que supuso el inicio de una nueva tipología de imagen mariana”, a la que se añade su particular “atuendo de viuda de la nobleza de la época, atribuido a la iniciativa de la condesa de Ureña, viuda y camarera mayor de la reina, lo que constituyó uno de los rasgos más identificativos de la imagen”.[2]
Al igual que en España, donde esta singular iconografía se difundió de manera prolífica, en los territorios de ultramar se le comenzaron a erigir capillas, ermitas e incluso templos desde el siglo XVII. Ello señala la difusión y aceptación del icono madrileño, siendo muchos los ejemplos que podemos encontrar en México. Por su fidelidad al modelo, hacemos alusión a las telas conservadas que presiden sus recintos en la catedral de la Ciudad de México –cuya antigüedad aún está por contrastar– o su homónima de la catedral angelopolitana, sin olvidar el soberbio ejemplo que pintara Cristóbal de Villalpando y que forma parte ahora del acervo del Museo de San Pedro de la última de las ciudades referidas. Entre las variaciones que sufrió esta iconografía podríamos poner como ejemplos sendas titulares de Oaxaca y de la propia Puebla de los Ángeles, mostrándonos para estos casos a la Virgen erguida, aunque manteniendo algunos de los elementos formales del modelo original.
Para el caso que nos ocupa no podemos dejar de reparar en su diferencia más notable: el bello colorido producto de las ricas decoraciones estofadas; dicha diferencia puede deberse a los dictámenes establecidos en cierto texto que debió tener vigencia en la centuria del XVIII, y que, siguiendo a Jacobo Pignateli, indica cómo debía ser el color de las vestimentas de este simulacro de la Virgen. Cierto es que este cromatismo le confiere una notable particularidad, y se puede entender como licencia sobre el modelo, aunque, para concluir con este primer acercamiento a la talla conservada en el acervo del Museo Amparo, reclamamos la influencia con el citado texto escrito por Juan de Interián de Ayala, quien alude a la forma de vestir la imagen de la Soledad, con la salvedad de que en la aquí analizada se conservó el rosario.
“Se pinta demasiado frecuentemente a la Bienaventurada Virgen María, privada ya de su Hijo después de haberlo sepultado, a la manera como en la época de nuestros antepasados se vestían las viudas nobles. Verás allí todo el cuerpo de la Virgen revestido con negros ropajes que cubren otros más delgados hechos de tela de lino blanco; de suerte que se la contempla no sólo vestida así desde el cuello hasta los pies sino también ceñidos los brazos que, juntos ante el pecho, muestran los dedos de las manos de modo complicado; incluso se le coloca delante del rostro, cubriéndolo, un velo de seda trasparente que le baja hasta los pies. Y finalmente se le pone insensatamente un rosario colgado del cuello. No son estas cosas tan santas para tomarlas a broma sino para ser tratadas con la debida reverencia; pues al menos los más doctos las reputan no solamente alejadas de la verdad histórica y de la fe, sino además de la piedad sólida y de la conveniente dignidad. Ni se puede objetar que de este modo se representa mejor que con otro alguno la tristeza y el dolor de la Virgen, pues se la compara con una viuda angustiada y llorosa por la muerte de su marido o de su hijo. Yo no soy de esta opinión...”
[1]. Pérez Sánchez, 1992: 139-155.
[2]. Sánchez de Madariaga, 2008: 200-221.
Fuentes:
Interián de Ayala, Juan de (1782), consultado en la versión digital: Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001.
Pérez Sánchez, Alfonso E., “Trampantojos a lo divino”, en Lecturas de historia del arte, vol. III, Ephialte. Instituto de Estudios Iconográficos, Vitoria-Gasteiz, 1992, pp. 139-155.
Sánchez de Madariaga, Elena, “La Virgen de la Soledad. La difusión de un culto en el Madrid barroco”, en La imagen religiosa en la monarquía hispánica: usos y espacios, vol. 104, coordinado por María Cruz de Carlos Varona, Pierre Civil, Felipe Pereda Espeso, Cécile Vincent-Cassy, Madrid, Colección de la Casa de Velázquez, 2008, pp. 219-240.