Esta delicada pareja de formato pequeño representa a los padres de la Virgen María: San Joaquín y Santa Ana, que se encuentran solos, sin la Hija. Con Santa Ana tenemos uno de los raros ejemplos donde la madre de la Virgen no está representada como anciana, sino con un rostro bastante joven. Su iconografía más frecuente es la de maestra educando a la Niña María. Como podemos comprobar, en la Nueva España su representación junto con San Joaquín es muy común, donde suele llevar como atributo un libro, una paloma o muy rara vez un lirio. En el presente caso le falta el atributo en la mano extendida. La otra la lleva al pecho con un gesto piadoso. La forma curvada del cuerpo y el contraposto le confieren gracia.
La señalada curvatura empieza con la cabeza ovalada, que está inclinada hacia su izquierda y tiene la boca cerrada, a punto de esbozar una sonrisa. Los ojos oscuros de vidrio, con pestañas pintadas, miran hacia arriba, movimiento que ya es indicado por el mentón pronunciado. El pelo café de raya central está tapado en gran parte por un velo grueso de pocos pliegues que forma una unidad con el manto, envolviendo a la figura, cuyo cuerpo está completamente cubierto por la vestimenta. Por atrás la escultura es estática, dado que el manto forma un bloque, mientras que por delante el manto atado al cinto en un extremo y en el otro cubriendo el brazo izquierdo permite un juego de formas abiertas y cerradas, además le confiere movimiento a la pieza. La túnica, de color verde -por llevar la esperanza del mundo en su vientre-, está cubierta en su mayor parte por otra prenda larga de media manga con pocos pliegues, pero con un pequeño juego gracias a un doblez debajo del cuello.
La encarnación está hecha a base de tonos rosas, dotando de un aspecto dulce a la escultura. El estofado es muy variado y muestra la riqueza de diferentes telas: el de la túnica está hecho a base de una corladura verde y ornamentos vegetales dorados con punzones, mientras que la prenda que la cubre tiene como base una corladura roja donde están aplicadas flores doradas a punta de pincel. Las cenefas de la túnica son doradas con picado de lustre de ornamentos lineales y circulares. El manto es completamente dorado, ornamentado con punzones y flores rojas grandes a punta de pincel.
Santa Ana, que expresa ternura por su movimiento, está dirigida hacia otra escultura, la de San Joaquín, que igualmente se inclina hacia ella. En el presente caso la representación de San Joaquín se rige por las características iconográficas comunes: es un señor mayor de pelo blanco que viste un manto con forro de armiño y se apoya en un bastón, atributo que le falta en la actualidad pero que se deduce por la posición de su mano, mientras que la otra se acerca al pecho con un movimiento parecido al de su esposa.
La cabeza, de expresión serena, está inclinada hacia su derecha y el brazo que se apoya en el bastón, con la mirada de los ojos de vidrio en la misma dirección. Unos mechones pronunciados, no muy detallados, definen tanto la barba como el pelo. Éste cubre parte de las orejas y la parte trasera de la cabeza, formando dos niveles de ondulaciones en la nuca. Lo demás es calvo.
La estructura anatómica de las manos no es muy elaborada, lo que se puede explicar por el pequeño tamaño de la escultura. Las piernas se perciben sólo por una muy leve inclinación de derecha del personaje y se ven arriba de los tobillos, donde termina la túnica, dejando libres los zapatos. El manto es aún más corto. Tiene aperturas laterales para los brazos y en la espalda le cuelgan dos mangas. Esto demuestra que el personaje no usa vestimenta atemporal, sino que este manto, según Abelardo Carrillo, se puede identificar con una prenda que se usaba en los siglos XVI y XVII: el balandrán.[1] Éste se dobla en uno de sus lados hacia fuera, dejando ver el forro de armiño, tela que por su riqueza y pureza afirma la nobleza del personaje. Gracias a este movimiento la escultura pierde rigidez, puesto que la túnica, ceñida a la cintura por una cinta doble y un poco abultada hacia abajo, cuenta con pocos pliegues, y por ello se ve pesada. En la parte trasera las dos mangas retoman el movimiento de la cabeza, como si estuvieran oscilando, otorgando a la escultura de más volumen y de un equilibrio natural.
La encarnación de la piel es delicada, en tonos rosas y en algunas partes grises, como en las sienes. Las pestañas están pintadas. El fino estofado muestra la riqueza de las telas gracias a las corladuras en sus exteriores, roja en el balandrán y verde en la túnica, así como a las cenefas doradas y adornadas con punzones de las dos prendas y a las grandes flores doradas estilizadas de cuatro pétalos en la túnica que se aplicaron a punta de pincel.
Ambas esculturas en sus peanas circulares coinciden estilísticamente, además las dos van tocadas con aureolas de plata, sus miradas y la posición de las manos hacen juego y se comunican por la inclinación del cuerpo y la dulce expresión. Debieron ser elaboradas en el siglo XVIII para la devoción particular y ubicarse en un altar o nicho doméstico donde puede desplegar su preciosismo e inspirar ternura y fe en el devoto.
[1]. Carrillo y Gariel, 1959: 200. Balandrán.– Vestidura talar ancha y con esclavina que suelen usar los eclesiásticos, según el Diccionario de la Real Academia Española. En los siglos XVI y XVII se usaba una especie de ropón con dos aberturas laterales para los brazos que se llamaba también balandrán. Algunos llevaban prendidos de los hombros unos lienzos a manera de mangas perdidas que casi arrastraban.
Fuentes:
Carrillo y Gariel, Abelardo, El traje en la Nueva España, México, INAH, 1959.