En el ámbito de la eboraria hispano-filipina, una de las iconografías más cultivadas y que adquirieron un importante desarrollo son las que representan a Cristo en el momento de su crucifixión, siendo casi incontables los ejemplos que de ello se conservan tanto en la península ibérica como en Nueva España y tierra firme. No obstante, dentro de esta iconografía destacan en número las muestras que encarnan al Redentor en el preciso instante de expirar; es éste el caso de las dos interesantes piezas cuyo estudio abordamos ahora: dos crucifijos expirantes ejecutados en marfil.[1] La representación de este pasaje permite, en toda la amplitud de manifestaciones artísticas, ciertas licencias en lo tocante a morfología anatómica y expresividad, propias de la metamorfosis física y anímica que sufre Cristo en cuerpo en el justo momento del óbito.
Ambos Cristos comparten composición, encontrándose el cuerpo asido a la cruz mediante tres clavos; torso y piernas se muestran en la línea del estipe, mientras que los brazos ejercen una fuerza ascensional queriendo colocarse en paralelo al patíbulo, sin conseguirlo. Los músculos del cuello están en tensión y la cabeza se curva hacia atrás elevando la mirada con la boca entreabierta, exhalando el último suspiro. El rostro posee ostensible belleza formal y una expresión patética, en la que los rasgos orientales están muy atenuados: ojos algo abultados y rasgados; boca de labios carnosos, entreabierta, en la que se distinguen los dientes; barba partida con suaves rizos en las puntas, y cabellera que desciende hasta los hombros en bucles ensortijados. Una gruesa corona de espinos trenzada se enrosca violentamente en el cráneo. Una de las representaciones, la que ostenta la cruz arbórea, presenta una anatomía naturalista y magistralmente suavizada que, a pesar de estar marcada toda la musculatura, parece estar modelada creando un interesante juego de volúmenes, principalmente en la zona del torso. En la otra pieza, de ejecución un tanto más arcaica, la anatomía se encuentra destacada mediante una mayor incisión en el material, sobre todo en las zonas pectoral, abdominal y en las costillas. Igualmente, nos parece que posee cierta influencia indo-portuguesa, cuya característica predominante es la talla zigzagueante de cabellos y barba, culminando en los típicos caracolillos, aunque no presente la “mosca” en la barbilla. El paño de pureza es muy similar en ambas hechuras, prácticamente plano con mínima volumetría; presenta sus pliegues de modo horizontal y casi paralelos, con un repliegue vertical en el centro. Además, la pieza de mayor calidad posee una moña con lazada en su flanco izquierdo.
Este tipo de obras de mediano formato provenían del comercio con Oriente, que estaba focalizado en dos puntos de relevancia singular: las ferias de Manila en Filipinas y las de Acapulco en México. Es a partir del descubrimiento de la llamada Ruta del Galeón de Acapulco en 1565 por parte de Miguel López de Legaspi y Andrés de Urdaneta cuando las mercancías que provenían de Oriente y afluían a las ferias de Manila son adquiridas por comerciantes españoles y novohispanos. Estos productos se volvían a exponer a su llegada al puerto de Acapulco, organizándose todo un suceso mercantil. Conocido como el Galeón de Manila o la Nao de China, este acontecimiento tuvo gran éxito, pues era muchísima la diversidad de piezas que lo conformaban: marfiles, piedras preciosas hindúes, sedas, porcelanas chinas, damascos, tapices y perfumes eran algunas de las mercancías que se intercambiaban en las ferias.[2]
En el caso específico de la materia con que están realizados nuestros crucifijos, hemos de comentar que el marfil era símbolo de lujo y alta estima, así como de poder económico y social para el poseedor de la pieza; de ahí que muchas de estas obras se conserven en colecciones particulares. En ocasiones el propio colmillo suponía una limitación en la ejecución por su curvatura natural, aunque algunos autores hayan aprovechado esta circunstancia para dotar a las obras de bellas torsiones.[3]
La presencia de estos crucifijos en los acervos del Museo es una muestra de la patente calidad que ostenta su colección, que abarca una gran diversidad geográfica y técnica, en la que la eboraria hispano-filipina ha mostrado su importante papel en este tipo de obras, talladas en su origen por los chinos conocidos como sangleyes, que significa “los venidos a mercadear”.
[1]. En el estudio de este tipo de piezas no se puede pasar por alto la reseña de la obra de Estella, 1984.
[2]. La bibliografía del Galeón de Manila es amplia y diversa. Por destacar sólo algunos artículos especializados, véase Porras Camúñez, 1989: 31-40; Torres López, 2008: 235-244; en el plano artístico, véase Ruiz Gutiérrez, 2007: 159-167.
[3]. Esto ocurre, por ejemplo, en un bello crucifijo conservado en Sevilla. Véase Roda Peña, 2005: 319-326.
Fuentes:
Estella Marcos, Margarita, La escultura barroca de marfil en España: las escuelas europeas y las coloniales, Madrid, CSIC-Instituto Diego Velázquez, 1984.
Porras Camúñez, José Luis, “El Galeón de Manila”, en Estudios sobre Filipinas y las islas del Pacífico, Madrid, AEEP, 1989.
Roda Peña, José, “Un crucificado hispano-filipino de marfil en el Hospital del Pozo Santo de Sevilla”, Laboratorio de Arte. Revista del Departamento de Historia del Arte, núm. 18, 2005.
Ruiz Gutiérrez, Ana, “La ruta comercial del Galeón de Manila: el legado artístico de Francisco Samaniego”, en Goya. Revista de Arte, núm. 318, 2007.
Torres López, Carmen, “Andrés de Urdaneta y el Galeón de Manila”, en Revista General de Marina, núm. 3, 2008.