Esta pintura, de gran calidad, hermosura y dramatismo, representa uno de los momentos en que la Virgen María se ha recogido en su habitación del Cenáculo después de la pasión, y recuerda tristemente el destino fatal de su Hijo. Es por ello que se le pinta en la oscuridad, con el puñal en su corazón, símbolo de su dolor, y contemplando los instrumentos de tormento de Jesús como los clavos, cilicios, corona de espinas, dados con los que los soldados se jugaron sus ropas, entre otros; algunos de los cuales son llevados por ángeles que la acompañan. El rostro de María está atribulado, pero guarda dignidad y silencio. Sus manos entrelazadas señalan que llora o implora, con gran desconsuelo, gesto que se repite en obras de corte melancólico y se recomienda por algunos tratadistas y retóricos para indicar el llanto. Una luz tenue, pero claramente celestial, cruza en diagonal desde lo alto para iluminar su rostro y algunos objetos de Jesús. El claroscuro, recurso poco frecuente en la pintura del siglo XVIII, es usado aquí para conferir dramatismo y solemnidad al momento.
Dentro de la producción pictórica de José de Ibarra (1685-1756) el tipo de composición, colorido y manejo de la expresión, corresponde a su última etapa, y sin embargo en esta obra se puede apreciar la fecha 1718. Esta discrepancia entre lo que hasta ahora sabemos del pintor, que no comenzó a firmar obra antes de 1726-1727, nos planteó la necesidad de estudiar la firma y la fecha con mayor cuidado.[1] Bajo la inspección a simple vista fue ya posible reconocer que la zona de la firma presenta diferencias en la superficie, que podrían corresponder a un repinte de la signatura o incluso que hubiera sido colocada en un momento posterior.
Por medio de una fotografía bajo luz ultravioleta (UV) se evidenció una intervención anterior que consistió en un rebaje del barniz original realizado de manera selectiva para destacar zonas como el rostro y las manos, que además es más evidente en la zona de la firma, acción que permitió que la signatura se viera más nítidamente. Por medio del estudio con espectrometría de fluorescencia de rayos X (FRX) se comprobó que la firma es genuina; sin embargo, al analizarse los pigmentos de la signatura y fecha se hizo evidente que los materiales con los que están escritas ambas no son los mismos, contra toda lógica y práctica de los pintores novohispanos, que solían usar el mismo pigmento en ellas.[2] Esta diferenciación corroboraría la sospecha de la fecha, que debió ser colocada posteriormente, con la intención de dotar de mayor valor a esta imagen, quizá al colocarla en el mercado.
La pintura está recortada de su marco original, y se extiende detrás del bastidor unos cuantos centímetros, por lo que el ángel que presenta la vara con la que flagelaron a Cristo, podría verse un poco más completo si se pusiera un nuevo bastidor.
[1]. Mues Orts, Paula, El pintor novohispano José de Ibarra: imágenes retóricas y discursos pintados, Tesis para optar por el grado de Doctor en Historia del Arte, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2009.
[2]. Estudio de José Luis Ruvalcaba Sil, abril 2012, pp. 24-26.
Esta pintura, de gran calidad, hermosura y dramatismo, representa uno de los momentos en que la Virgen María se ha recogido en su habitación del Cenáculo después de la pasión, y recuerda tristemente el destino fatal de su Hijo. Es por ello que se le pinta en la oscuridad, con el puñal en su corazón, símbolo de su dolor, y contemplando los instrumentos de tormento de Jesús como los clavos, cilicios, corona de espinas, dados con los que los soldados se jugaron sus ropas, entre otros; algunos de los cuales son llevados por ángeles que la acompañan. El rostro de María está atribulado, pero guarda dignidad y silencio. Sus manos entrelazadas señalan que llora o implora, con gran desconsuelo, gesto que se repite en obras de corte melancólico y se recomienda por algunos tratadistas y retóricos para indicar el llanto. Una luz tenue, pero claramente celestial, cruza en diagonal desde lo alto para iluminar su rostro y algunos objetos de Jesús. El claroscuro, recurso poco frecuente en la pintura del siglo XVIII, es usado aquí para conferir dramatismo y solemnidad al momento.