Las representaciones de ancianos probablemente son de origen inmemorial. Las deidades del fuego, aquellas que cargan grandes braseros sobre los hombros y cuya identidad fue reproducida en barro con los rasgos de un hombre viejo, aparecen plenamente integradas a las ofrendas rituales que se depositaron en Cuicuilco a mediados del período Formativo. Irónicamente, la más temprana ciudad en los valles centrales de México, fue destruida por una erupción volcánica quedando en buena parte enterrada por la lava incandescente. De cualquier forma, su culto continuó en el extremo contrario del Lago de México y en medio de una gran metrópoli en pleno crecimiento.
Sus imágenes dejaron el barro para trasladarse pronto a la piedra convirtiéndose en pieza central de los cultos de Teotihuacán. De enorme antigüedad, es muy posible que el fuego tomara parte de las más tempranas expresiones religiosas del México antiguo y que no sólo se atuviera a la dimensión simbólica que le conocemos en el Altiplano Central sino que encontrara otras manifestaciones en lugares distintos de Mesoamérica.
En la costa del Golfo de México sus imágenes comparten los rostros arrugados, hendidos por el paso del tiempo. Los pliegues y una boca deformada por la ausencia de dientes vuelven a ser signos de la vejez. En un grupo de esculturas de pequeño formato, mismas que alcanzan territorios muy apartados entre sí, estos rostros deteriorados por el tiempo se acoplan a la forma de tan singulares objetos tenidos por característicos de la civilización de El Tajín (ca. 600-900 d.C.).
La pieza que está a nuestro alcance es probable que haya sido modelada en el centro de Veracruz, el barro que sirvió para fabricarla es similar al usado en figuras que vienen con toda seguridad de la cuenca del Papaloapan. Se trata de un hombre sentado con las piernas cruzadas y cuyas manos descansan sobre los muslos. La cabeza es particularmente grande para el tamaño del cuerpo, una desproporción que sin duda se acentúa por la participación de un vistoso tocado que remata en moño. La cara muestra una boca sumida, sin dientes y repasada de arrugas. Las arrugas de la frente, en las comisuras y sobre el mentón resaltan su avanzada edad.
Nuestro anciano lleva pintado el rostro de rojo, color que le baja hasta el pecho. Las pupilas se encuentran señaladas por pinceladas de chapopote, petróleo crudo, un rasgo típico de la producción alfarera de la costa veracruzana. Sobre la cintura viste una faja hecha de piel donde el pelo se simula con incisiones de trazo desordenado. Queda la huella de un collar y los hombros se completan con una serie de aplicaciones de pequeños círculos de barro que sugieren escarificaciones, una práctica de decoración corporal que pudo haber sido muy común en esta parte del México antiguo.
Las representaciones de ancianos probablemente son de origen inmemorial. Las deidades del fuego, aquellas que cargan grandes braseros sobre los hombros y cuya identidad fue reproducida en barro con los rasgos de un hombre viejo, aparecen plenamente integradas a las ofrendas rituales que se depositaron en Cuicuilco a mediados del período Formativo. Irónicamente, la más temprana ciudad en los valles centrales de México, fue destruida por una erupción volcánica quedando en buena parte enterrada por la lava incandescente. De cualquier forma, su culto continuó en el extremo contrario del Lago de México y en medio de una gran metrópoli en pleno crecimiento.