En un territorio carente de piedra donde inclusive la arquitectura se valía de la tierra para dar forma a los templos de las prístinas ciudades, es imaginable que la alfarería se desarrollara hasta alcanzar un conocimiento tal de las bondades del barro que le permitiera elaborar grandes piezas de tierra cocida para suplir en los recintos ceremoniales la ausencia de esculturas talladas en piedra. En su mayoría horneadas por partes, los ceramistas de la región central veracruzana, específicamente los asentados en las cuencas de los ríos Blanco y Papaloapan, fabricaron grandes figuras de barro de un valor artístico excepcional; quizá las mejor conocidas de ellas son las procedentes de El Zapotal y que ahora se exhiben en el Museo de Antropología de Xalapa. Con una gran variedad de temas exploran diversos aspectos de la conducta humana, retratan a los dioses y se adentran en el complejo mundo del simbolismo de los animales.
Dotados de una técnica sin igual en Mesoamérica y poseedores de una artística notable, resolvieron en El Zapotal todos los problemas inherentes a la fabricación de figuras de mujeres cuyo tamaño alcanza la escala humana (Cihuatéotl). Vestidas con enaguas y dejando el pecho desnudo, muestran elaborados tocados y por cinturón portan dos víboras que se anudan al frente retorciendo los cuerpos a la altura de sus cabezas; es probable que lucieran pintadas en la época en la que adornaban los templos y que a pesar de las gruesas capas de color siempre dejaran ver una serie de agujeros que se asocian con el proceso de cocción de las piezas y cuya función era dejar escapar la humedad del barro fresco evitando así que la figura estallara dentro del horno. La técnica era en lo general similar para las piezas huecas de todos los tamaños -por supuesto también para las llamadas figurillas sonrientes- entre las cuales figura un grupo muy nutrido de representaciones de personajes sentados que bien puede alcanzar el metro de altura; por lo regular sólo visten una pieza de tela además de ricos collares que retratan a las formadas por hiladas de piedra verde.
Sin embargo, es el rostro el que adquiere una fuerza expresiva sorprendente, en este caso el de un hombre de cabeza rapada cuyas orejas muestran en los lóbulos las perforaciones necesarias para colocar un par de orejeras. No es extraño que el arreglo de estas impresionantes “esculturas” de barro pudiera haber sido completado con la participación de pequeños objetos fabricados en otros materiales, es por esto que no debería sorprendernos si esta pieza alguna vez mostró sendas orejeras talladas en jade. Los ojos, extrañamente juntos, tienen las pupilas pintadas de color negro (¿chapopote?) y alcanza a mirarse en la cara una mancha obscura que le cubre la mitad derecha que fue producida por el mismo calor del horno. Como siempre, el tratamiento de la boca es muy especial, entreabierta y con los dientes visibles, que además suele aprovecharse como un agujero más para dar salida a la humedad durante la cocción.
En un territorio carente de piedra donde inclusive la arquitectura se valía de la tierra para dar forma a los templos de las prístinas ciudades, es imaginable que la alfarería se desarrollara hasta alcanzar un conocimiento tal de las bondades del barro que le permitiera elaborar grandes piezas de tierra cocida para suplir en los recintos ceremoniales la ausencia de esculturas talladas en piedra. En su mayoría horneadas por partes, los ceramistas de la región central veracruzana, específicamente los asentados en las cuencas de los ríos Blanco y Papaloapan, fabricaron grandes figuras de barro de un valor artístico excepcional; quizá las mejor conocidas de ellas son las procedentes de El Zapotal y que ahora se exhiben en el Museo de Antropología de Xalapa. Con una gran variedad de temas exploran diversos aspectos de la conducta humana, retratan a los dioses y se adentran en el complejo mundo del simbolismo de los animales.