Seguramente esta obra tiene una procedencia funeraria en alguno de los recintos arquitectónicos mortuorios más tempranos de Mesoamérica. Sus atributos me llevan a inscribirla en la fase inicial de la tradición de las tumbas de tiro de la región occidental de Mesoamérica, vigente durante el Preclásico medio, cuyos vestigios mejor conocidos hasta ahora se localizan dispersos en esa región: en la zona de la Bahía de Banderas, entre Jalisco y Nayarit; la zona de Capacha en el noreste de Colima y el sureste de Jalisco, y en la zona michoacana de El Opeño, en la cuenca sureste del lago de Chapala.
El aspecto de la imagen permite atribuirla a la sociedad que habitó El Opeño, aproximadamente entre los años 1300 y 1100 antes de nuestra era, de acuerdo con las fechas de radiocarbono obtenidas por Arturo Oliveros y Magdalena de los Ríos. El Opeño es un sitio localizado en el municipio de Jacona de Plancarte, en donde las primeras excavaciones arqueológicas estuvieron a cargo de Eduardo Noguera, quien en 1938 registró cinco tumbas; años después, en 1970 y 1991, Arturo Oliveros localizó cuatro y tres tumbas más respectivamente. Estas doce tumbas tienen varias peculiaridades notables: integran un cementerio y su construcción consistió en desbastar el suelo compacto de tipo volcánico propio de la zona, conocido como tepetate, de modo que la extracción de material fue generando, de acuerdo con un determinado diseño, los recintos arquitectónicos que alojarían a los difuntos, hombres y mujeres, y sus ofrendas. Tales espacios subterráneos definidos permitieron su reutilización al paso del tiempo para efectuar más inhumaciones y rituales, de lo que se conjetura la conexión familiar o cercana de los individuos sepultados en cada tumba.
El diseño de cada tumba consta de un pasillo escalonado y al final se abre una cámara abovedada de planta rectangular con una depresión central en el suelo que forma a los lados dos especies de banquetas. En estas cámaras se realizaban los entierros. Las dimensiones de estas tumbas varían; la más grande, la número 7, tiene un tamaño colosal: se hunde más de 7 m, la escalera por la que se desciende tiene nueve peldaños y se extiende por un pasillo de 12 m de longitud por 2 de ancho. Una peculiaridad más de estas construcciones es que todas siguen un eje longitudinal este-oeste, con la entrada hacia el poniente, el rumbo por donde se oculta el Sol y, en concordancia con la cosmovisión mesoamericana, comienza su tránsito por el inframundo, que es el ámbito de los muertos.
Entre los ajuares mortuorios sobresalen pequeñas esculturas cerámicas humanas modeladas en cuatro modalidades estilísticas. La obra en la que nos detenemos corresponde al tipo 2, de acuerdo con la clasificación de Oliveros. Es un imaginario que privilegió la figuración femenina, pero en este caso el pecho plano lo identifica como un hombre, así como otra más de las registradas por Oliveros en el cementerio de El Opeño.
La pieza custodiada por el Museo Amparo es una figura de volumen sólido, no obstante su altura reducida, ostenta una apariencia vigorosa y un diestro modelado naturalista. Está en posición erguida, con las piernas notablemente abiertas en ángulo; separa los brazos del torso mientras que las manos encuentran apoyo en la cadera; la intencionalidad mimética se advierte en numerosos detalles, como la figuración misma de las manos, con sus dedos indicados por medio de incisiones.
Tiene la cabeza grande en relación con el cuerpo; el aplanamiento de la frente y de la parte posterior de la cabeza indica el modelado craneal tabular erecto, registrado en los restos óseos de dichas tumbas. Su composición es frontal, pues el reverso está poco trabajado. Evidentemente el mayor tamaño de la cabeza permitió plasmar detalles, como la modificación craneal, primordiales en la identidad y función religiosa inframundana de la imagen. Sobresalen sus finas y expresivas facciones, a base de grandes ojos y boca entreabierta, la cual tiene los labios deteriorados.
Los ojos se elaboraron con una aplicación ovalada de la misma pasta de barro, en la que levemente se presionó el interior para formar los párpados y con una punción se marcaron las pupilas. Arriba de los ojos otras sutiles depresiones resaltan los arcos de las cejas. El rostro está enmarcado por un tocado de banda que parece que da vueltas sobre sí misma y por dos vistosos aretes con forma de disco. Esta joyería conlleva otra modificación corporal permanente: la perforación de los lóbulos de las orejas.
La superficie de la pieza fue cubierta con un engobe rojo sobre el que se pintaron en blanco los globos oculares, el tocado, los grandes aretes y, a manera de pintura corporal se conservan restos de franjas en la cara, los brazos, el cuello y las piernas; acaso también se pintó de blanco un prenda que cubrió los genitales, dejando al descubierto el ombligo. Igualmente hay restos de pintura ocre.
Un elemento más a destacar es que tiene perforaciones laterales en el cuello que posiblemente indiquen que la obra pudo suspenderse.