Esta pieza es un cuenco con bordes de media ojiva y boca circular con ondulación o también llamada arriñonada. Su base es convexa, por lo que sugiere ciertas particularidades durante su uso, pues esta debe contar con un apoyo, ya sea un pequeño pedestal o bien, directamente con la mano. Sin embargo, su almacenaje resulta ser práctico, ya que se puede apilar con facilidad.
El tratamiento establece un baño de engobe café, tanto al interior como al exterior, mientras que su pasta es de tono ligeramente rojizo, visible en el desgaste que ostenta en su fondo. El acabado de superficie es un pulimiento a palillos, direccionado por el alfarero a través de movimientos parabólicos y circulares.
La decoración se realizó por acanaladuras, técnica que se distingue por el marcado de líneas, mediante un instrumento punzante, previo a la cocción de la vasija, es decir, cuando la arcilla aún se encuentra húmeda. El cuenco presenta cinco trazos que siguen su silueta convergente, que a su vez se unen con dos acanalados semicirculares, ubicados justo en la ondulación de la boca.
Si tomamos en cuenta la forma de la pieza y la decoración de la misma, resulta muy evidente vislumbrar la figura de un calabazo cortado transversalmente, situación muy común en las lozas producidas en Mesoamérica, puesto que las cucurbitáceas fueron los frutos que inspiraron gran parte de las siluetas que se registran en las vasijas.
Si bien en la actualidad existe una controversia sobre su origen sudamericano o mesoamericano, lo cierto es que el registro arqueológico ha permitido establecer que en el antiguo territorio mexicano, su presencia ostenta un antecedente aproximado de 10000 años, por lo que su consumo, se vincula con sociedades precerámicas. Tras el surgimiento de los primeros asentamientos sedentarios, su manejo continuó y se convirtió en un producto base en la dieta indígena, latente en la sociedad mexicana contemporánea.
A pesar de existir una diversidad de especies en México, en un aspecto general, es posible dividirlas en dos grandes grupos, aquellas que son comestibles (pepo, moschata, agryrosperma, ficifolia, maxima) y las que no. De este último, destaca el guaje (Lagenaria siceraria), calabaza carente de una pulpa significativa, que limita su ingesta, pero que posee una cáscara resistente que al secarse, se endurece de tal forma que puede ser utilizada como un contenedor.
Resulta interesante observar como los antiguos alfareros del Altiplano Central, mezclan de manera muy pertinente el concepto y la forma, pues aunque el guaje es la inspiración directa de las lozas, ésta carece de las típicas estrías y la marca del pedúnculo, que se advierten en las otras especies que son factibles para el consumo.
Gracias a los amplios estudios que enfocan su interés al periodo Preclásico, se reconoce que durante su etapa media (1200-400 a.C.), las cucurbitáceas ostentaron un lugar privilegiado al momento de preparar la milpa y su éxito estaba completamente sujeto al manejo oportuno del agua.
El protagonismo de la calabaza en la plástica mesoamericana, ya sea en su faceta de planta o fruto, es amplio. Falta con recordad su labrado en las monolíticas elevaciones del sitio de Chalcatzingo Morelos o bien, en las muy diversas vajillas documentadas en áreas culturales como la Costa del Golfo, Occidente, la región Maya o el mismo Altiplano Central.