A principios de la década de los 40 del siglo pasado, uno de los grandes ceramistas de la arqueología mexicana, el profesor Eduardo Noguera Auza, destacaba la gran riqueza de formas y decoraciones presentes en las lozas manufacturadas por los grupos purépechas asentados en la región de Pátzcuaro.
Similar a lo ocurrido con los mexicas en el área del Altiplano, los también llamados tarascos, comenzaron una actividad de expansión militar que les permitió controlar diversos territorios, tanto en zonas altas con clima templado, así como en tierra caliente. Su presencia se hace evidente por las diversas muestras de material cerámico documentado, en la que destacan vasijas miniaturas, piezas que se consideran diagnósticas del grupo.
Entre las formas más recurrentes descritas en la bibliografía especializadas encontramos cajetes trípodes con soportes sólidos de “uña”, es decir, con forma curva sencilla. En el caso de esta pieza, observamos una vasija de pequeñas proporciones con un cuerpo curvo convergente de borde redondeado. El fondo es cóncavo y de este se desprenden, a manera de aplicación, los tres apoyos previamente mencionados.
El tratamiento de superficie devela un acabado bruñido, que se logra por el uso de un engobe de tonalidad anaranjada. Resulta interesante la decoración visible en los soportes y en el cuerpo exterior, este último en mejor estado de conservación. Destacan su bicromía con las tonalidades negro y rojo, obtenidas de la magnetita y la hematita respectivamente. Las formas ondulantes que más adelante se precisan, se hicieron por medio de la técnica al negativo, ornato fuertemente arraigado en el Occidente mesoamericano.
El resultado de este procedimiento decorativo, se vislumbra en una banda rectangular de tono negro, que inicia en el labio de la vasija y finaliza en la parte media. En una de sus secciones se observa la falla del negativo sobre la pieza, muy posiblemente efectuada durante el proceso de cocción.
En el tema iconográfico, destacan una serie de trazos helicoidales a manera de grecas, que se direccionan de abajo hacia arriba, de derecha a izquierda. En comparativa con las representaciones plásticas del Posclásico Tardío (1200-1521 d.C.), dichos signos colocados de manera subsecuente, se asocian a dos elementos íntimamente relacionados con el agua.
En primera instancia tenemos a las nubes, hidrometeoro propiciador de la lluvia con un marcado vínculo con las montañas y el viento, es decir, líquido fundamental para el ejercicio agrícola de temporal.
La segunda se asocia con el agua terrestre, aquella que está corriendo y en su movimiento genera una franja espumosa, que ostenta la forma de unas grecas. Esta solución artística se identifica desde el Clásico Temprano (200-650 d.C.), dentro del repertorio pictórico de Teotihuacan. Muestra de ello son los reconocidos murales de Tetitla, donde un personaje sumergido en agua, representado por líneas ondulantes que cruzan transversalmente, poseen como marco un conjunto de grecas subsecuentes. Para el Posclásico, la solución plástica poco varía y en diversos códices como el Borgia, Fejérváry-Mayer o Laud, es posible observarlos con la misma intención, es decir, aludir a espacios hídricos en tránsito.
Por tanto, estamos frente a un trabajo en donde el alfarero, buscó perpetuar una sustancia antagónica de la pasividad. Siempre en movimiento, el agua en el México antiguo, se intentó aprehender de diversas formas y en el arte se encontró una fórmula para hacerlo.