Peleaban contra ellos cuatro, los dos vestidos como tigres, y los otros dos como águilas, y antes que se comenzasen a pelear levantaban la rodela, y la espada hacia el Sol, y luego comenzaban a pelear uno contra uno.
(Fray Bernardino de Sahagún, Historia General de las Cosas de la Nueva España).
En el México antiguo tanto la élite gobernante como los estratos más bajos de la sociedad eran, en cierto modo, igualmente prisioneros de su propio sistema de creencias. Podríamos decir que los miembros de las comunidades, incluidas las jerarquías gobernantes y de especialistas, creían igualmente en los poderes sobrenaturales del soberano. La élite promulgaba su propio sistema de creencias a través de un conjunto de símbolos y de complejos rituales que enfatizaban el carácter sagrado de la figura del gobernante. El soberano ocupaba el centro mismo del culto y su innegable posición de autoridad se sostenía a través de argumentos tanto mitológicos como genealógicos que lo conectaban directamente con los dioses y lo hacían descender de ancestros deificados.
El culto al gobernante apareció justo en este momento. Las estelas de piedra que los retratan no podrían ilustrar de mejor manera el carácter sagrado que se les confería de antiguo y el extraordinario poder que se concentraba en su persona. Los centros de gobierno del área maya, no sólo perpetuaban en la piedra la representación del soberano, sino que la mostraban erguida en los espacios públicos del asentamiento.
Pero la figura del soberano no sólo era patrimonio artístico de los escultores, cientos de figurillas cerámicas retrataron su imagen como también la de aquellos individuos que conformaban las clases privilegiadas de la sociedad. Los guerreros ocupaban una posición destacada en la casa del gobernante, el propio soberano se concebía como tal y la guerra definitivamente era asunto de su competencia.
No son raras las figurillas de guerreros en las tierras noroccidentales del área maya, pero la que aquí exhibe el Museo Amparo es sin duda excepcional. Hueca, fabricada en un barro que cuece en color naranja, retrata a un personaje enteramente aderezado con la vestimenta de un guerrero. El casco es magnífico, simula la cabeza de un jaguar hecha yelmo.
Con el hocico abierto, deja ver por debajo de los dientes el rostro del guerrero. Se distinguen perfectamente ojos y nariz. Las orejas del animal llevan adornos y es ciertamente extraño el tratamiento humano de la nariz, un jaguar de rasgos antropomorfos. El personaje viste un traje acolchado que le cubre el torso y un refajo de color azul del cual cuelga un lienzo entre las piernas. Se alcanzan a distinguir ajorcas en los tobillos y argollas en el brazo derecho. Con el brazo contrario sostiene un escudo circular, una rodela remarcada con pintura azul en el borde. Destaca en el pecho la representación a manera de colguije de una cabeza humana que se halla sujeta al collar y pende invertida.
La cabeza decapitada, el traje de algodón acolchado y el escudo circular son elementos que juntos señalan inequívocamente los rituales guerreros del Clásico terminal (ca. 900 d.C.) Justo la época en la que Chichen Itzá, esta última en la Península de Yucatán, habría de adquirir un estilo cultural que tanto la acercaría a la civilización del centro de México.
Peleaban contra ellos cuatro, los dos vestidos como tigres, y los otros dos como águilas, y antes que se comenzasen a pelear levantaban la rodela, y la espada hacia el Sol, y luego comenzaban a pelear uno contra uno.