Esta obra ostenta una doble cualidad: es una vasija y una escultura; la abertura superior con cuello y bordes recto-divergentes hacen evidente lo primero, y asimismo que sea un volumen hueco; la relación de tamaño entre la boca y el cuerpo permiten calificarlo como un cántaro. En su faceta de escultura podemos describirla como la representación de un cuenco semiesférico que contiene numerosos frutos; en consecuencia, se trata de una vasija que a su vez figura otra vasija, y de manera más específica a un frutero.
Los “frutos” se ven apilados, son formas semiesféricas con depresiones centrales que señalan que estuvieron sostenidos por pedúnculos o tallos; no es factible identificarlos, entre las posibilidades están la calabaza, el jitomate, tomate, tejocote y la ciruela. Cabe notar que el cántaro es una vasija cerrada y por tanto no está diseñada para contener objetos del tipo representado, sino líquidos; quizás lo autorreferencial de esta imagen remita a una bebida hecha con el fruto figurado.
Al igual que en otras culturas de Mesoamérica, en la de las tumbas de tiro los difuntos fueron sepultados en compañía de alimentos y bebidas; se pensaba en una vitalidad postmortem y para su recorrido o estancia en el inframundo -el espacio de los muertos-, requerirían de esos bienes. En las tumbas de tiro y cámara registradas arqueológicamente las vasijas son una presencia constante y numerosa; una de sus funciones prácticas principales era la de contener mantenimientos, que al paso de los siglos han desaparecido por su calidad perecedera.
En tal orden de ideas religiosas sobre la continuidad de la existencia podemos entender parte de los valores simbólicos de la obra que atendemos, pues se materializaron con aspiraciones de perpetuidad frutos que parecen comestibles. Varios de los estilos zonales del arte del Occidente incluyen en su repertorio iconográfico la figuración escultórica de vasijas con alimentos, si bien, las más reconocidas por su realismo, variedad y modelado como obras individuales y exentas pertenecen al estilo Comala, el cual exhibe la pieza que vemos. No sobra mencionar que otros de los simbolismos de este tipo de imágenes pudieran vincularse con la participación de los frutos o los comestibles en general en diversos rituales y narraciones míticas, que ahora nos resultan desconocidos.
Tampoco está de más resaltar el magistral modelado y la manufactura integral de la vasija-frutero. Se perciben variaciones cromáticas en rojo y naranja; en particular destaca la pintura negra al negativo de la que sólo quedan restos. En las manchas negras, sobre todo en las de la base, se distinguen formas circulares rojas, a las que seguramente se les aplicó alguna resina antes de aplicar la capa de pintura negra y de someter la pieza a una segunda cocción. Al desvanecerse la resina, surgirían los pequeños círculos rojos. Al final, la pieza fue finamente bruñida, es decir, la superficie exterior fue mojada para tallarse con un pequeño objeto duro y liso, tal vez de cuero o pirita; puede suponerse que luego fue sometida a una tercera cocción. La elaborada creación de la obra y sus sobresalientes valores artísticos permiten inferir su uso especial en un contexto ritual y su asociación con un entierro de individuos de alta jerarquía social.
Esta obra ostenta una doble cualidad: es una vasija y una escultura; la abertura superior con cuello y bordes recto-divergentes hacen evidente lo primero, y asimismo que sea un volumen hueco; la relación de tamaño entre la boca y el cuerpo permiten calificarlo como un cántaro. En su faceta de escultura podemos describirla como la representación de un cuenco semiesférico que contiene numerosos frutos; en consecuencia, se trata de una vasija que a su vez figura otra vasija, y de manera más específica a un frutero.