Tanto por sus rasgos formales como por su función, resulta enigmático este par de objetos de volumen redondeado; no obstante sus diferencias, su materialidad en jadeíta verde esmeralda y rasgos de la manufactura, permiten suponer una misma autoría.
Evocan caras animales, acaso de felinos, uno con tendencia relativamente naturalista con los ojos punzonados y el hocico cerrado, aunque de superficie muy irregular, y el otro geometrizado a base de dos franjas que unen sus extremos para sugerir los labios de una ancha boca entreabierta, y con otra franja en forma de “u” en una zona ocular. Además están perforados y ahuecados; el primero tiene tres orificios cilíndricos –más algunos intentos- y una ranura corta en la parte media superior; en el segundo se cuentan siete perforaciones tubulares, cuatro son más diminutas que las laterales en la parte media que se encuentran en el mismo eje longitudinal. En la primera pieza también se ubican en el mismo eje dos de las perforaciones. Ello indica su diseño para atravesarse con un cordel y ser parte de un collar, acaso un sartal compuesto por una serie de cuentas de formas, tamaños y materiales similares o diferentes. La superficie de las que vemos fue pulida y bruñida, de ahí su notable lustre y acrecentamiento de su valor.
El ahuecamiento en ambas obras se elaboró finamente hasta tallar, a partir de una boca o abertura circular, formas cóncavas lisas de paredes delgadas. Las ranuras en las dos impiden que sirvieran como diminutos recipientes cerrados; en otra interpretación, permitirían que escurrieran líquidos u otro contenido.
En cambio, sí es evidente su meticulosa y complicada ejecución técnica por parte de una o un artífice lapidario altamente especializado, a la vez que el profundo aprecio del material en el que están hechas. Su uso como joya posee un sentido que rebasa lo ornamental y atañe las cualidades más elevadas de la belleza, lo sagrado, lo valioso, lo lujoso, lo exclusivo y raro. La procedencia de la jadeíta, el mineral verde de mayor calidad, en Mesoamérica se localiza en la región sureste, en el valle del río Motagua, en Guatemala.
En el mundo mesoamericano se reconoce la elevadísima estimación por las piedras finas verdes-azuladas, entre cuyas cualidades se hallan la disponibilidad exigua, las formas y tamaños peculiares, el cromatismo en tonalidades e intensidades variadas, la lisura, durabilidad, brillantez, transparencia, translucidez, iridiscencia y reflectancia. Los objetos hechos con ellas eran bienes suntuarios, se empleaban como adornos y en la parafernalia ritual; denotaban prestigio social, poder y sacralidad. En lo particular, a las piedras verdes como las que vemos, se les atribuían lazos con los líquidos sagrados y sacrificiales, la vida, el aliento vital, la fertilidad, lo frío, lo húmedo, lo acuático y el mundo debajo de la tierra que estaba lleno de agua. La liga con el inframundo marino concierne asimismo al origen, lo femenino, los difuntos y ancestros, la oscuridad, el caos, la sexualidad, las nubes, los rayos, las lluvias y el viento.
Las cuentas e imágenes talladas en jadeíta abundan en los atavíos de deidades, gobernantes, miembros de la aristocracia y la clase sacerdotal entre los mayas, olmecas y otras culturas. Aunado a su empleo como joyas, se acostumbraba a colocar piedritas verdes finas en la cavidad bucal de los difuntos, como expresión tangible y duradera de su soplo vital. En el mismo orden de ideas, algunas estatuas tenían orificios en el pecho en los que se depositaban piedras finas para activar las imágenes representadas. En náhuatl se denominan chalchihuites a estas piedras verdes y a las cuentas hechas con ellas. Son objetos preciosos en toda la extensión semántica del término, más allá de lo geológico.