Es probable que esta sugerente cara humana esculpida en piedra de grano fino y compacto haya tenido a la manera de ojos aplicaciones hechas en otro material, como concha, adheridas con alguna resina, acaso copal. Sus rasgos se orientan a lo naturalista y corresponden a la modalidad estilística chontal del arte lapidario de la cultura Mezcala.
En una superficie de contorno casi circular resaltan los sutiles y redondeados abultamientos en la forma de arcos superciliares que se unen al volumen saliente de la nariz –en ésta se notan las aletas-; abajo de las depresiones oculares sobresalen los pómulos y más abajo los labios de una boca abierta, que a su vez son enfatizados por la retracción de la mandíbula. El rostro propiamente es ovalado y en ambos lados tiene largos rebordes perpendiculares. El reverso muestra una leve curvatura. Otro elemento llamativo es la perforación en el borde central superior, pues indica su diseño como colgante, quizás de un collar. Al percatarnos de sus reducidas dimensiones, descuella todavía más la magistral talla artística que vemos, y que nos mira –aun cuando carezca de ojos- y habla.
El gran territorio habitado por la sociedad mezcalense está ubicado en torno a la cuenca media del río Mezcala-Balsas, que fluye de oriente a poniente; abarca Guerrero en sus zonas central, norte y de la Tierra Caliente, así como áreas contiguas del Morelos, el Estado de México y Michoacán. Además del caudaloso río, en su fisiografía destaca un intricado relieve con escarpadas serranías y profundos barrancos por donde corren afluentes del Balsas. Al norte la región está limitada por la Faja Volcánica Transmexicana -de la que se desprenden las sierras de Taxco, Sulpetec y Zacualpan- y al sur por la Sierra Madre del Sur. Los recursos minerales, con rocas metamórficas, sedimentarias e ígneas, entre otros, son abundantes; se sabe de su explotación y recolección en la ribera del Balsas, y también de la existencia de talleres lapidarios a partir del Preclásico medio, durante la etapa olmeca. Desde entonces y hasta el Posclásico tardío, piedras y obras pétreas procedentes de Guerrero se han distribuido en otras regiones de Mesoamérica, sobre todo en la del Altiplano Central de México.
En esa milenaria tradición lapidaria la contribución de la cultura Mezcala se distingue por su estética abstracta, que incluso resulta singular en el panorama del arte mesoamericano. En sus obras se advierte un gusto decidido por la síntesis de las formas, que definitivamente no obedece a complicaciones técnicas, por lo que toca a la dureza de las piedras y la imposibilidad casi total de corregir. Considero que la creativa y compleja “simplificación” formal exalta las cualidades visuales y táctiles de la materia prima, piedras cuyo cromatismo, brillantez, dureza y durabilidad eran altamente apreciados. Sus valoraciones culturales conciernen a la belleza y sacralidad de materiales asociados con el nivel subterráneo, acuático y húmedo del cosmos.
El uso de este rostro como una pieza de joyería otorgaría prestigio social a la persona que lo portara; igualmente pudo cumplir hondas funciones religiosas, acaso al retratar el rostro de un antepasado directo o genérico, pues el inframundo también es el ámbito vinculado con los difuntos y los ancestros. En este orden de ideas, es oportuno advertir que las caras humanas abundan en el repertorio escultórico lapidario de la cultura Mezcala, y que en ellas se concentran varios órganos sensibles y de comunicación.
El cuitlateco y el chontal de Guerrero son dos de los idiomas que hablarían los portadores de esta cultura, sin embargo, están extintos y se conocen de modo escueto. En un vocabulario del primero, recogido a inicios del siglo XX por Nicolás León, el vocablo ujté se traduce como cara; desafortunadamente ignoramos la semántica de la palabra, por ello recurriré al náhuatl, con el propósito de aludir algunos conceptos ligados a ese componente principal de la identidad humana.
En particular resulta esclarecedora la obra del filólogo jesuita Horacio Carochi, Arte de la lengua mexicana que dio a conocer en 1645, y en la que se dice que ixtli significa cara y haz o superficie, y en sentido metafórico la vista interior, el ánimo y el corazón. A partir de la obra sahaguntina, Alfredo López Austin subraya que por la cara surge al exterior la fuerza vital del aliento, y que otro de los vocablos usados para designar la cara es ihíyotl, literalmente traducido como “el aliento”.
Conjeturo finalmente la fusión simbólica de la figura y la materia en esta joya pétrea que materializa a perpetuidad la vitalidad de un humano.
Verónica Hernández Díaz