La materia, la ejecución y el diseño confieren a este pequeño objeto el carácter de una joya, en sentidos de lo ornamental y la elevada valoración. Su manufactura iniciaría con la selección de la piedra con la apariencia, consistencia y contorno adecuados a la forma y funcionamiento que se pretendían.
Un bloque pétreo de consistencia fina y compacta, fue cortado y tallado para generar esta placa rectangular de mínimo espesor, con los bordes superior e inferior rebajados y un orificio bicónico para colgarse. Seguramente fue el elemento central y principal de un sartal, un tipo de collar compuesto por una serie de cuentas de formas, tamaños y materiales similares o diferentes, con una perforación longitudinal para ensartarse en un cordel. En Mesoamérica encontramos sartales hechos con cuentas de distintos tipos de piedras o combinadas con cuentas de concha; las de piedra con forma irregular, esférica o tubular.
La delicada manufactura de este colgante implicó un artífice lapidario altamente especializado; la perforación pudo efectuarse con un buril de pedernal, haciendo movimientos rotatorios en ambos lados.
En Mesoamérica gozaban de una estimación suprema algunos tipos de piedras entre cuyas cualidades se hallan la disponibilidad exigua, las formas y tamaños peculiares, el cromatismo en tonalidades e intensidades variadas, la lisura, durabilidad, brillantez, transparencia, translucidez, iridiscencia y reflectancia. Los objetos hechos con ellas eran bienes suntuarios, se empleaban como ornamentos y en la parafernalia ritual; denotaban prestigio social, poder y sacralidad. En lo particular, a las piedras verdes azuladas, como la que vemos, se les asignaban lazos con lo precioso, los líquidos sagrados, la vida, el aliento vital y la fertilidad vegetal.
Dicho color con matices parduzcos de esta joya nos da la pauta para explorar la sensibilidad metafórica y el conocimiento de la naturaleza por parte de los mesoamericanos y sus descendientes.
A través de la Historia general de las cosas de la Nueva España, obra dirigida por fray Bernardino de Sahagún y concluida en 1585, Lizandra Espinosa destaca que entre los nahuas del Centro de México las piedras verde oscuro o azulado se denominaban matlallin o matlalitztli. En su traducción, con la colaboración del maestro nahuatlato Santos de la Cruz Hernández, de la columna en náhuatl sobre las piedras preciosas del capítulo octavo del libro IX del también llamado Códice florentino, se lee que la piedra se asocia con la obsidiana por su cromatismo intenso: “por eso su aspecto, bien como si fuera matlali [planta], verde/azul muy oscuro, verde/azuloso, muy azul, pintase como azul, en puntos azulados mohecidos, y su cuerpo, bien como obsidiana está poco transparente, quizás con poco oscuro, bien muy admirable, bien apreciada, habita lo precioso, se muestra preciosa, se encuentra con dificultad”.
Por su parte, Teresa Castelló aporta claves para identificar que tal planta se llamó también matlalxóchitl; es una Commelina coelestis silvestre de flores azules diurnas, conocida como “hierba del pollo” porque -como lo testimonia José Antonio de Alzate y Ramírez- los apostadores de gallos de pelea la empleaban para detener la sangre de las heridas de las aves. De la planta se dice que “nos trae la lluvia” y “es hija del agua”, dado que las hojas absorben el líquido y aumentan de tamaño. El envés de éstas es velloso y les otorga una apariencia parduzca que remite a la del colgante alargado, al igual que a la descripción de la piedra matlalitztli en el Florentino, donde se menciona que tiene “puntos azulados mohecidos”.
Verónica Hernández Díaz