Esta pequeña pintura sobre lámina de cobre, formato común en altares domésticos o personales, representa la escena narrada en el evangelio de Mateo, en que los magos o sabios adoran al Niño Jesús en el pesebre donde había nacido. Los reyes (así llamados comúnmente a partir del siglo XI) habían seguido una estrella para ubicar su camino, que en la obra brilla a través del viejo techo desvencijado que acoge a la sagrada familia, simbolizando el precario espacio donde nació Jesús como recordatorio de humildad.
María, acompañada de José, dos ángeles y querubines, está sentada sin embargo en una especie de trono, y con el infante en su regazo. Ambos ocupan el espacio central, a cuyos lados se abren sendas ventanas por la que pueden verse otros personajes del cortejo de los sabios, así como el paisaje y cielo azulados. El padre adoptivo de Jesús observa a su esposa, quien a su vez baja la mirada a su Hijo.
A los pies del Niño y su madre se hincan los reyes. El de la izquierda, vestido de túnica rosada y capa verde que recoge un paje, está entregando su presente a Jesús, quien toma y examina la tapa del recipiente metálico de la mirra. El mago de en medio, quien porta túnica verde y manto amarillo, ha dejado su corona en el suelo y voltea hacia la madre e hijo, haciendo una reverencia tan profunda que se oculta su rostro. El tercero, con un traje de una rica tela a rayas de los colores que visten los otros dos, mira a la familia con admiración mostrando una mano con gesto de ofrecimiento. Tras él, dos acompañantes del cortejo cargan el incienso y el oro que le darán. El sirviente del extremo derecho mira hacia afuera, conectando con el espectador, mostrando su orgullo al asistir a tan importante ocasión.
El sentido del pasaje es recordar que Cristo es el Rey del universo, ante el cual los demás poderes se postran, y del cual todos los poderes -temporales, o mundanos- emanan. La celebración del nacimiento o natividad recuerda también la aceptación de la buena nueva de salvación.
Si no fuera por la inscripción al reverso de la obra, sería imposible ubicar más profundamente su contexto de creación. Sin embargo, gracias a ella se abre una dimensión interpretativa mucho más rica, que recuerda que el arte religioso muchas veces también recoge o simboliza otros aspectos y prácticas sociales, ligados comúnmente a la política y el poder, además de a la devoción.
El texto señala que la lámina cuenta con la bendición e indulgencias del papa Paulo V, quién subió a la silla apostólica en 1605, otorgadas a los embajadores de Génova el 26 de diciembre de ese mismo año. Esta curiosa inscripción debe entenderse en un contexto muy particular: el ceremonial de la corte pontificia. Cada vez que un papa era nombrado, los gobernantes católicos enviaban embajadores a reconocerlo en una ceremonia llamada “de obediencia”. En ella el pontífice recibía a los representantes estatales que le juraran fidelidad y sumisión, en tanto que él reconocía su reinado, es decir, su poder temporal. Muchas veces esas embajadas se aprovechaban para negociar otros asuntos políticos o comerciales, y por supuesto se solían visitar los templos, monumentos y talleres artísticos de la ciudad.
En 1605 la República de Génova mandó a cuatro emisarios a la embajada de obediencia, uno de los cuales, Manfredo Ravaschiero, escribió un diario o crónica que cuenta todo el viaje, como encargado de la misión.[1] Al llegar las embajadas a Roma, tenían que negociar con los cardenales y familiares del pontífice, quiénes, cuándo y cómo los recibirían, pues el ceremonial se organizaba según la preeminencia de los príncipes católicos representados y la habilidad de negociación de sus embajadores. Con las ceremonias, y sus manifestaciones tanto públicas, como privadas, se reafirmaba simbólicamente su poder.
Los embajadores genoveses fueron recibidos hacia el 19 de diciembre por primera vez, asistieron la misa de Navidad celebrada por el pontífice en San Pedro, y concluyeron su visita el 26 de diciembre. En la crónica se escribió que ese día, los cuatro emisarios recibieron del santo padre un cuadrito de devoción bellísimo, enmarcado con ébano, oro y plata, así como una corona de jaspe y ágata con un lazo de perlas y una cruz de oro.[2]
Todo parece indicar que el cuadro del Museo Amparo es uno de esos regalos diplomáticos que Paulo V legó a sus súbditos genoveses, quienes debieron escribir al reverso de este para dejar constancia del enorme favor a ellos concedido. La elección temática del pontífice para estos regalos debe ser considerada como intencional, puesto que la escena era el recordatorio perfecto de la sumisión de los reyes a Dios, y al Santo Padre como su vicario en la tierra, así como el recíproco reconocimiento del poder temporal de los reyes por Jesús.
Los caminos por los que esta obra llegó al Museo son ahora desconocidos, y sería óptimo hacerse estudios materiales a la pintura y a su marco para ahondar en su procedencia. Por ahora parece un milagro que a obra sobreviviera, y que, gracias al estudio de la crónica de los embajadores genoveses de 1605, podamos entender la dimensión política de esta bella pintura.
[1] Le acompañaron Giovanni Adrea Pallavicino, Giovanni Francesco Giustiniani y Giovanni Battista Doria. Véase: Diego Pizzorno, “Onori e antiche magnificenze: cronaca dell’ambasciata d’ obbedienza genovese a Paolo V (1605)”, Giornale di Storia, 20 (2016),1-18.
[2] Pizzorno, “Onori e antiche…”, 14.