Este retrato representa, de poco más que medio cuerpo, a Miguel Anselmo Abreu y Valdés (1711-1774), originario de Tenerife en las Islas Canarias, y que provenía de una familia distinguida en el servicio al rey. Hizo carrera en puestos eclesiásticos de creciente importancia gracias a los contactos de su parentela en la corte. Fue doctor en Cánones por la Universidad de Sevilla, secretario de cámara del obispo de Segovia, confesor de la reina viuda Isabel Farnesio y prebendado en la catedral de su Canarias natal, hasta que en 1749 con el título de obispo de Cisamo fue nombrado auxiliar de su tío, el obispo de Puebla de los Ángeles, Pantaleón Álvarez de Abreu, titular de esa diócesis desde 1743. Allí se mantuvo hasta que, presentado inicialmente para obispo de Comayagua, lo fue finalmente de Antequera de Oaxaca, sede de la que tomó posesión en 1765. Como obispo de Oaxaca llevó adelante la secularización de las doctrinas que aún quedaban en manos de los dominicos en su diócesis, apoyó públicamente el decreto de Carlos III para la expulsión de los jesuitas y participó en el IV Concilio Provincial Mexicano de 1771. Falleció al frente de su obispado en 1774.
El retrato lo identifica ya como obispo de Oaxaca, por lo que quizá se hizo para recordar a quien había estado un tiempo importante en Puebla. El retratado mira al espectador mientras toca la cruz pectoral que lo distingue como obispo. Es de notarse la atención que el pintor puso a las texturas de la tela del cortinaje que le da dignidad al personaje, así como a su solideo. La reiteración de tonos rojizos se matiza solamente por los colores oscuros de las sombras y brillantes de las luces, y hace destacar las piedras verdes de la cruz y el anillo. El retrato por lo tanto, sigue el prototipo de obras de carácter corporativo, que eran expuestas como parte de series en las instituciones a las que pertenecían personajes como éste.