La obra presenta a la Virgen María y a su hijo pequeño en una actitud íntima y amorosa, como se representó de forma cada vez más común en la Nueva España durante el siglo XVIII. La indeterminación del espacio en donde se ubican las figuras limita su identificación como un lugar concreto, pero, casi como si se tratase de un retrato, se les presenta bajo un cortinaje que les confiere dignidad. Dos características de esta pintura son poco usuales entre las muchas que mostraban la intimidad familiar que compartieron María y su Hijo: que ella aparezca totalmente de perfil, posición escasamente explorada en la pintura virreinal, y que el Espíritu Santo los acompañe en este momento de serena cotidianidad. Estas características plásticas confieren a la pieza del Museo su singularidad, y hasta cierto punto la destacan en la Colección.