Esta obra, que representa a la familia de la Virgen María, tiene una factura detallista, armónica y expresiva, común en las pinturas sobre lámina de cobre, aunque en este caso de dimensiones bastante considerables. Con pinceladas menudas y suaves, así como colores fríos en su mayoría, el pintor representó una escena familiar de la Virgen, pero confiriendo un carácter claramente moral y devoto a la pieza. María aparece al centro de la imagen con su pequeño hijo sentado en el regazo, en la escalinata superior de un espacio con dos niveles y carente de decoración, a excepción del piso en damero. A la derecha y parado en el inferior se encuentra san Joaquín, vestido de la manera tradicional, con capa de armiño, de rojo y azul. El padre de la Virgen mira al espectador y señala a su hija y nieto, dejando claro aquello que es de fundamental importancia en la escena: el momento en que Jesús bendice a su abuela, postrada delante de él en el mismo nivel que su marido, mientras san José mira a su hijo con la mano posada en su corazón como signo de conmoción. Se trata así de una imagen didáctica, en la que el pequeño Jesús, pese a su corta edad, da muestra de una claridad absoluta sobre su persona y función, y en consecuencia sus familiares lo reconocen y lo veneran.
Los pocos personajes y atributos que portan, así como la carencia casi absoluta de adornos en la escena, concentran la atención en los gestos, posición y expresión de cada uno de los presentes en ese momento, que sería íntimo si los espectadores no encontraran la mirada de Joaquín, y atendieran a su indicación de ver lo que ahí sucede.
La obra, de excelente pincel pero anónima, se acerca a las composiciones y estilo plástico de algunos de los artífices más importantes de la segunda mitad del siglo XVIII de la capital del virreinato. Recuerda una pintura de gran tamaño, que por lo tanto presenta una complejidad compositiva mucho mayor, firmada por Francisco Antonio Vallejo en la sacristía de la capilla del Colegio de San Ildefonso de México, que fuera de los jesuitas. Ahí Vallejo pintó un conjunto parecido, pero acompañado de ángeles y un rompimiento de gloria por el que asoma Dios Padre. Sin embargo, algunos detalles también lo acercan a Juan Patricio Morlete Ruiz. De cualquier manera, el cobre del Museo Amparo es un excelente ejemplo de estos trabajos preciosistas de los pinceles cultos del siglo XVIII novohispano.