Se trata de una obra interesante desde el punto de vista histórico y artístico, así como de los cambios que pueden darse en una pintura por la acción del tiempo y el descuido. Esta pieza presenta ya una restauración, en donde se mantuvo como criterio conservar su aspecto de abrasión (evidencia del desgaste mecánico en una superficie pictórica), adquirido con el deterioro, evitando reconstruir la gran cantidad de áreas faltantes. Si bien el criterio elegido se considera apropiado, no así la calidad con la que fue realizado.
Esta situación es aún más lamentable puesto que no son muchas las pinturas firmadas por el artista poblano que signó esta pieza: José Berrueco. Francisco Pérez Salazar registró siete pintores del mismo apellido, pero aún es imposible reconstruir sus relaciones familiares. El más conocido fue Luis Berrueco, quizá por ser la cabeza de un taller. Sobre José, sólo se registró un matrimonio en 1758, con Isabel González, en donde se dice que su padre se llamó igualmente José. Por las fechas de matrimonio de Luis, queda claro que éste era mayor (1720, 1721 y 1728).[1] Ya que muchas obras poblanas están firmadas sólo como Berrueco sin el nombre de pila, es imposible separar las características plásticas de estos artífices.
La solución iconográfica de san José de pie, con el Niño Jesús cargado por una mano, tocando cariñosamente a su padre, quien sostiene a la vez la vara de pureza, fue muy popular en la transición de los siglos XVII y XVIII, por lo que pueden citarse obras de Cristóbal de Villalpando y Juan Correa muy similares. Sin embargo, en esta ocasión los personajes aparecen entre nubes, como una visión mística, y en presencia del Espíritu Santo, lo que fue más común durante el siglo XVIII, cuando pintores como José de Ibarra y Miguel Cabrera prefirieron ubicar a los personajes sentados. Esta combinación parece corresponder a una sensibilidad a la mitad de dos tiempos, de la misma forma que el poner el resplandor del santo como un sol que alterna rayos rectos con serpenteantes, fue más común en el XVII, mientras que la pincelada parece más rápida y golpeada, trabajada por medio de manchas, lo que fue un signo de modernidad del XVIII.
El tono rojizo del cuadro se debe a que la capa de preparación se asoma bajo las capas pictóricas que sobre ella están perdidas o muy adelgazadas. Quizá debido a la pérdida de veladuras el rostro del Niño parece muy burdo, y más en contraste con el de su padre, mejor definido y con volumen. El trabajo de la vestimenta decorada indica que el pintor dedicó tiempo a los detalles, en todo caso muy disminuidos por el deterioro de la pieza.
[1]. Francisco Pérez Salazar, Historia de la pintura en Puebla, Edición, introducción y notas de Elisa Vargas Lugo, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1963, (Estudios y fuentes del arte en México ; XIII), p. 164.