La crucifixión de Cristo se encuentra al centro de la escena, pero en lugar de estar ubicada en el Monte Calvario, aparece en un sitio indeterminado, rodeada por los instrumentos que fueron usados para infringir dolor al Salvador o remitir a él: el guante con el que lo golpearon, el martillo que usaron para clavar sus manos y pies, los propios clavos, el hisopo, la escalera, el INRI, o los dados con los que los soldados se jugaron sus ropas, entre otros. La cruz, delante del sepulcro, nace de un corazón en donde aparece María vestida con los colores de la Inmaculada. Este detalle, aunado a las inscripciones que acompañan la escena, tomadas del Cantar de los Cantares (4, 9 y 3, 11), dan un sentido mariano a la imagen, que por lo demás es inminentemente cristológica: el amor del Padre a María la ha preservado del pecado original, lo que la convierte en el vehículo o conducto a través del cual el Hijo es entregado al mundo para alcanzar la salvación, figurada en el sacrificio de Cristo.
La obra tiene una paleta limitada en la que sobresalen los elementos dorados y rojos, acordes con el sentido solemne y doloroso de toda la pintura, fechada en 1792 y que debió estar firmada en la zona en la que se ha perdido el pigmento. El carácter simbólico de la pieza remite a una voluntad de reflexión sobre el pecado, el sacrificio y la redención.