Esta obra, probablemente poblana y del siglo XVII, representa el momento en que san Francisco recibe los estigmas al hacer oración en la orilla del monte Alvernia. Según cuenta el sacerdote Pedro de Rivadeneyra, unos días antes un compañero suyo había abierto el Evangelio en distintas partes, buscando sobre qué reflexionar, y en señal divina, la tercera vez lo hizo en la narración de la Pasión de Jesús. El día de la Santa Cruz, Francisco tenía “el corazón abrazado de amor divino” mientras oraba, y entonces:
…vio que bajaba del cielo un serafín con seis alas encendidas, y resplandecientes, y con un vuelo muy ligero se ponía en el aire cerca de donde estaba, y entre las alas le apareció un hombre crucificado, clavadas las manos y pies en la Cruz. Las dos alas del serafín se levantaban sobre la cabeza del crucifijo y las dos cubrían todo el cuerpo y las otras dos se extendían como para volar. En esta visión se imprimieron en las manos, pies y costado del Seráfico padre las llagas de la misma figura, que él las había visto en aquel serafín. Quedaron unos como clavos de carne dura, cuyas cabezas eran redondas, y negras y en las manos se echaban de ver en las palmas; y en los pies por la parte alta del empeine. Las puntas eran largas y excedían a la demás carne, y estaban retorcidas, como redobladas con un martillo. La llaga del costado derecho era como una cicatriz colorada. De la cual manaba muchas veces tanta sangre que bañaba la túnica..."[1]
En términos generales, el pintor siguió este relato, aunque no representó la cruz del Cristo seráfico. Ambos personajes se miran intensamente en un diálogo silencioso, y quedan unidos por unas líneas rojas que salen de cada herida de Jesús a cada una de Francisco. Esta emoción hace que la obra transmita su mensaje efectiva y afectivamente, pese a que su factura un tanto ingenua y no naturalista que se denota en el libro abierto y la calavera de enormes huecos oculares, aleje a su autor de los círculos más selectos y modernos de la pintura poblana.
Francisco, más que mostrar el rostro de dolor, lo tiene de conmoción, pleno de entendimiento del premio que recibía, pues “…quedó tan favorecido del Señor con estas Sagradas llagas que parecía un vivo retrato suyo, y un serafín venido del cielo, que moraba en la tierra, que hombre mortal”. Sin embargo, por humilde, trataba de encubrir sus llagas sin éxito, pues Dios se las había concedido para que fueran vistas y le honraran, por lo que también las hizo milagrosas.
1. Pedro de Ribadeneyra, Flos Sanctorum, Vida de los Santos, Barcelona, Imprenta de Juan de Piferrer, Tomo III (septiembre-diciembre), 1734, pp. 110-111.