La máscara sigue las convenciones del arte olmeca en cuanto al contorno de la cara, los ojos almendrados, la boca con las comisuras hacia abajo, la nariz ancha. Pero, más allá de esas convenciones, nos ofrece un retrato vivo, por la expresión particularmente grave que transmite. Con una mirada muy penetrante y la boca entreabierta, el personaje se abre al mundo con autoridad; como en el caso de las cabezas colosales, las máscaras parecen haber sido en cierta medida retratos de gobernantes o personajes particularmente relevantes.
El modelado de la cara se logró con un pulido muy sutil, particularmente alrededor de los ojos y en la boca, con incisiones para recalcar los párpados superiores, las aletas de la nariz, la hilera de dientes y trazos muy esquemáticos para detallar las orejas.
Por su tamaño parece haber sido una máscara funcional y no una de las numerosas máscaras miniatura comunes en la lapidaria olmeca. Sin embargo, por la ubicación de las perforaciones que habrían permitido amarrarla a un soporte (una en el centro de la parte superior de la frente y una debajo de cada oreja) y por su peso considerable, difícilmente podría haber sido destinada a cubrir la cara de una persona viva. Se ignora la función precisa de esta máscara; podría haber sido destinada a aplicarse a una efigie o a un bulto funerario, pero también podría haber tenido un destino muy distinto si, como numerosas otras máscaras semejantes proviniera de Arroyo Pesquero, Veracruz.
Ahí, donde un arroyo de aguas claras se une a un río salubre, en la región pantanosa cercana al gran sitio de La Venta, se han hallado en el fondo lodoso de la corriente, una gran cantidad de obras de la refinada lapidaria olmeca: numerosas máscaras, cientos de hachas y otros objetos más. Trabajos arqueológicos recientes han podido determinar que se trata de un lugar a donde, durante generaciones, acudía la gente a hacer valiosas ofrendas a las aguas.
Precisamente en este lugar, por ser uno de los pocos puntos que proveen de agua clara en un entorno de aguas salubres, ciertamente un recurso vital pero también con una gran carga simbólica del encuentro de mundos acuáticos complementarios. Como suele ocurrir en los espacios rituales olmecas, en las ofrendas votivas al inframundo y a las aguas se conjugan temas como el sagrado maíz pero también el gobernante, el poder terrenal enraizado en las fuerzas mismas del universo.
Las máscaras olmecas marcan el inicio de una larga tradición de máscaras de piedra, retratos en el mundo maya, altamente estereotipados en el teotihuacano. Pero también perduró su eficacia como ofrenda a la divinidad. Algunas de esas máscaras siguieron circulando a lo largo del tiempo como objetos de gran valor y en el Templo Mayor de Tenochtitlan no solamente se reconoció el gran valor estético e intrínseco de esos objetos, sino que se siguió el mismo patrón de ofrecerlos a las entrañas del universo.
Sustraída a la mirada humana, ofrecida a los dioses, después de muchos siglos de pasar de mano en mano, una máscara olmeca fue depositada en medio de una ofrenda. Ciertamente, esas máscaras que siguen conmoviéndonos por su belleza, fueron objetos poderosos en el diálogo con lo sagrado.