No hay duda ninguna de que un rasgo característico de la religión mesoamericana y en particular de sus expresiones artísticas es la frecuente alusión a la muerte. Quizá no haya otra civilización de la historia ni otro repertorio artístico en el cual las imágenes de la muerte, la presencia de cráneos, fémures, tibias, mandíbulas, así como vísceras, sea tan abundante. Este fenómeno tiene que ver por lo menos con dos hechos distintos: por una parte se trata de una civilización agrícola, de pensamiento dualista, donde se reitera continuamente la necesidad de la muerte para la vida, la complementariedad muerte/vida: las cosas vivas mueren, y hay un mundo de los muertos, abajo, en el cual esas cosas, fragmentadas en sustancias y esencias, retornan para formar nuevas vida.
Por otra parte, en Mesoamérica, desde sus orígenes, se practicó el sacrificio humano, y los despojos del sacrificio eran visibles y tenían un lugar entre las ofrendas, en los altares, y en las recreaciones plásticas de esos actos sacrificiales. Sin embargo, las imágenes de seres descarnados y de huesos no tuvieron siempre la misma importancia dentro del repertorio artístico. Aparecen en Teotihuacán, por ejemplo, pero no son todavía predominantes. Es en el Clásico tardío o Epiclásico (600-900 d.C.) en la cultura de El Tajín, de modo sobresaliente, cuando el sacrificio, la extracción del corazón y los personajes y restos descarnados empiezan a ser más frecuentes y a situarse en lugares más visibles.
En el Posclásico tardío (1200-1521 d.C.) el tema del sacrificio, las alusiones a Mictlantecuhtli, Señor del mundo de los muertos, y las imágenes de huesos y esqueletos invaden la escultura, la pintura y la cerámica. En especial en la Meseta central, en el valle de México, en el valle de Puebla-Tlaxcala, la cultura sacrificial y la referencia a la muerte se vuelven predominantes. Es probable que la fragmentación política y la presencia constante de la guerra expliquen el énfasis en la cultura sacrificial: la iconografía de lo militar se vuelve más protagónica y lo mismo ocurre con la iconografía de la muerte.
Este collar podría haber sido elaborado en diferentes zonas de Mesoamérica que, durante el Posclásico, compartieron numerosos rasgos estilísticos. La formación de collares en los cuales cada cuenta reproduce un mismo motivo era frecuente en la joyería mesoamericana; una de las imágenes más frecuentes para aludir a la muerte era el cráneo; las poblaciones mesoamericanas estaban acostumbradas, durante el Posclásico, a ver decenas o centenares de cráneos en sus plazas. Y así como se ensartaban los cráneos en los largueros de madera de los tzompantlis, se sumaron para formar este collar.
Una observación detenida de cada pieza nos permite apreciar la técnica de elaboración: los ojos y los círculos con los que se marcan los dientes se realizaron con un buril, probablemente de concha también. Se trata de un instrumento de punta circular que fue friccionado para producir las incisiones. En el caso de los ojos puede apreciarse que la incisión ha dejado una protuberancia en el centro, es decir, que el buril era hueco y mientras perforaba la circunferencia dejaba prominente el área central del círculo. Una línea recta tallada a la mitad de los círculos de la boca sirvió para dividir los dientes superiores de los inferiores.