El inmenso territorio que hoy conocemos como la Huasteca y que comprende partes importantes de Veracruz, Tamaulipas, San Luis Potosí, Hidalgo y Querétaro, fue escenario de manifestaciones culturales particularmente antiguas. La lengua teenek (huasteca) le otorga en cierto modo el carácter de un área cultural, por lo menos ésta era su conformación lingüística –aunque no exclusiva–, hasta que desembarcaron los primeros soldados españoles en las playas de Veracruz.
Sin embargo, la evidencia arqueológica muestra –especialmente en la llanura costera del Golfo– un universo fragmentado y lleno de contrastes; se trata de un territorio que en el período Clásico, mayormente durante su fase tardía, alcanza un nivel importante de unidad cultural en términos de la producción cerámica. Hay que reconocer que en la arquitectura se observan diferencias importantes que seguramente tienen que ver con el nivel de exposición a la influencia de otros pueblos poseedores de tradiciones culturales distintas.
El caso de sus relaciones con El Tajín es notable en el sur de la Huasteca y a lo largo de todo el Posclásico fue definitiva su interacción con el centro de México; la gente de México–Tenochtitlan llegó a tenerlos por “salvajes” al menospreciar su cultura, pero los grupos de habla huasteca eran para el siglo XV herederos de una rica y compleja civilización cuyos vestigios son los que han llegado hasta nosotros.
La cerámica, a diferencia de la escultura, es probablemente la que observa desde épocas tempranas mayor nivel de cohesión aunque no por ello deja de volver a presentar cambios locales. Quizá la mayor heterogeneidad se presenta en los tipos domésticos pero en el caso de las vasijas de probado uso ritual, las que suponen un proceso de elaboración mucho más cuidado, experimentan un nivel menor de variación artesanal. Si esta afirmación es en parte correcta, atendible por lo menos a nivel general, entonces podremos entender la existencia de vasijas contemporáneas cuyas disparidades no sólo remiten a diferencias explicables a partir de su fabricación en talleres distintos sino que hay elementos a tal grado contrastantes que bien harían pensar en épocas de manufactura muy alejadas en el tiempo.
Sin embargo, su carácter cambiante –incluso de los tipos cerámicos de pasta fina– produce regionalmente características e historias individuales que remiten forzosamente a esta “evolución” desigual –que no rigen distinto– de su civilización. Al mirar esta hermosa vasija provista de una espléndida efigie de un rostro humano, sobresale sin duda el detalle con el que fueron resueltas las orejeras, nada común en este tipo de objetos, y los dientes aserrados, una forma de mutilación dental típica de la Huasteca. Al observar esta pieza vale la pena tener en cuenta las otras vasijas de la Huasteca en la colección, lo que permitirá al compararlas hacerse de una mejor idea sobre su cambiante aspecto.
En el caso de la que aquí nos ocupa resulta ser mucho más cercana a la primera de ellas, construida con un cuerpo globular dotado de una generosa asa y de un vertedero, mientras que esta última tiene más la forma de una olla de silueta compuesta, pero ciertamente no por ello renuncia a los elementos característicos de esta singular producción. La pintura tiene una ligera entonación café y el tamaño de la efigie, prácticamente la mitad del objeto, hace pensar en su posible participación en ritos asociados con el juego de pelota y con la decapitación ritual. Esto último, porque la pieza adquiere dimensiones muy parecidas a las de una cabeza humana y porque en la costa del Golfo de México hubo una temprana tradición alfarera que se interesaba en reproducir precisamente las cabezas trofeo.