La Huasteca, un enorme territorio en el oriente de Mesoamérica, cuya cohesión cultural le viene de su probada unidad étnica y lingüística, se extiende entre el mar de Tamaulipas y las montañas de Hidalgo. Atravesada por grandes ríos y marcada por climas contrastantes, vio el surgimiento de múltiples asentamientos prehispánicos, varios de ellos de una antigüedad sorprendente y que en época temprana ya atestiguan una enorme complejidad política y social. En la tierra caliente o entre las sinuosidades de la montaña, no sólo compartieron una lengua común sino que estructuraron su propio universo simbólico a partir del ritual del juego de pelota como de los sacrificios humanos, ofrecidos a los dioses en ocasión de estas mismas ceremonias propiciatorias.
A lo largo del período Posclásico, quizá a partir del siglo IX de nuestra era, se modelaron las más variadas ollas en un barro blanco rico en caolín. Fueron muy apreciadas en Mesoamérica y alcanzaron puntos distintos de la costa del Golfo de México. Aunque comparten formas y temas decorativos, por lo regular ornamentadas con efigies y pintadas con motivos geométricos resueltos en color negro, no parecen corresponder a la producción de una región específica de la Huasteca; sabemos que hubo un importante centro de fabricación en Metztitlán (Hidalgo) en el mismo lugar donde se fundó en el siglo XVI un importante convento agustino, aunque es posible que también se hicieran en la cuenca del Tuxpan (Veracruz) y en varios lugares del oriente de San Luis Potosí.
A pesar de sus semejanzas, hay rasgos que las distinguen entre ellas, los temas de la ornamentación, el gusto decorativo y hasta ciertos detalles propios de la técnica alfarera. Aunque las ollas globulares con asa “estribo” y vertedera son sus ejemplos mejor conocidos, también existen otras que hacen de estos objetos verdaderos vasos plásticos que representan seres humanos y animales de cuerpo entero, particularmente aves, como ocurre en el caso que aquí nos ocupa. Esta última es una pieza espléndida que hace de una olla la figuración de un ave de aspecto robusto cuya cara se aloja en uno de los lados del borde. Los brazos, en efecto, no alas como sería lo imaginable, se encuentran abiertos y uno de ellos se convierte en la acostumbrada vertedera. El modelo seguido es muy frecuente en la costa del Golfo de México, también muy antiguo, y en este caso fue decorada con motivos geométricos que hacen las veces de tocado, en ambos brazos y sobre el pecho dibujando el símbolo de un “caracol cortado”. Llaman la atención las pinceladas rojas sobre la frente y en el contorno del ombligo, además de manchas azules, un color nada frecuente en la Huasteca, sobre un lado del pico y en el tocado mismo.