Un aspecto destacado en el corpus de imagen mesoamericano es la postura, situación en la cual el cuerpo se define a sí mismo y que durante el devenir histórico precolombino, muestra distintos modos de hacerlo. Ejemplo de ello, es la libertad de movimiento que exhiben las figurillas del Preclásico, contra la rigidez geométrica del Clásico teotihuacano o de la impuesta estandarización de la figura humana en el Posclásico del Altiplano Central.
Durante 800 años, en la zona que actualmente reconocemos como el Bajío mexicano, se desarrolló un modelo plástico muy característico asociado a la cultura Chupícuaro. Entre sus muchos atributos destacan sus ojos en grano de café, su manufactura por medio de la técnica de modelado y el uso de aplicaciones para definir algunas partes del rostro y cuerpo. En ocasiones las piezas eran decoradas con pintura y otras tanto únicamente pulidas.
En el caso de este lote, observamos un par de esculturas de pequeño formato, las cuales se vinculan al estilo plástico de Chupícuaro, cuya influencia en Mesoamérica fue tal que se han documentado en diversos puntos del territorio con sus respectivas variantes regionales.
Hieráticos y erguidos, las piezas advierten una rigidez que contrasta de manera significativa con el movimiento contenido visible en sus rostros y en sus extremidades superiores. Ambas ostentan como atavío un par de orejeras circulares, aunque la figura masculina posee un collar con pendiente, así como un tocado a manera de gorro.
Descubiertos del tronco, se sugiere su composición dual de masculino-femenino, entes opuestos que se complementan y permiten la existencia de lo humano en la tierra. Antagónicos en su noción, su convergencia genera continuidad, por lo que representarlos como conceptos, sin individualidades, se vuelve un hecho fundamental en el desarrollo artístico del México antiguo desde tiempos muy remotos, hasta el arribo europeo en el siglo XVI.