El litoral marino del Golfo de México es una región prácticamente desprovista de piedra, con excepción de algunos afloramientos de basalto, el caso de la Sierra de los Tuxtlas, y de lajas de arenisca, como es el territorio dominado por suaves colinas donde se desarrolló la antigua civilización de El Tajín, son extremadamente raros. Por lo demás, se trata de una vasta planicie que al tocar la cuenca del río Papaloapan se encuentra absolutamente desabastecida de piedra.
Aquellas ciudades se edificaron con tierra, muros formados con adobes y techos sostenidos por viguería de madera recubierta con entortados de tierra cruda. Un ejemplo magnífico de esta clase de arquitectura ha sido explorado recientemente en el sitio prehispánico de La Joya, en la cuenca media del río Cotaxtla. Allí abundan las pirámides y las edificaciones palaciegas, todas hechas de barro.
La cuenca del río Papaloapan partía por la mitad a la costa del Golfo de México. Al sur comenzaba el área maya mientras que al norte, aunque todavía lejos, se encontraban los territorios controlados por El Tajín. El centro de Veracruz compartía desde época ancestral un mismo sustrato cultural, la tierra hermanaba las manifestaciones de distintos puntos de la costa. Aunque había un modelo común, una misma manera de ver y representar el “mundo”, cada una de las ciudades desarrolló su propia versión de la cultura.
Por supuesto era mucho lo que tenían en común, particularmente a nivel ideológico, pero esto no impidió que florecieran estilos artísticos individuales. De cualquier forma, la cuenca del Papaloapan es particularmente rica en representaciones de barro. Los municipios de Tierra Blanca y Tlalixcoyan –quizá por contar con un mayor número de excavaciones arqueológicas- han ofrecido una variedad asombrosa de cerámicas entre las que destacan verdaderas esculturas de barro cocido.
Hechas de tierra supieron ocupar en los templos el lugar que en otros puntos de Mesoamérica se reservaba a las tallas de piedra. Modeladas y cocidas por partes se ensamblaron ya terminadas en las edificaciones a las que se destinaban. Una mayoría de ellas retrataban a dioses de aspecto humano aunque también las había ocupadas en representar a diferentes animales.
Otras, mucho más pequeñas, se elaboraban para ser incluidas en rituales, usadas –si no me equivoco- para prevenir o curar enfermedades. Este último caso es el de las figurillas sonrientes, un grupo numeroso de piezas de formato medio que aprietan la lengua entre los dientes y que aparecen por cientos en basureros ceremoniales.
La figura que aquí nos ocupa es parte de la producción de grandes piezas destinadas a los templos. Se trata de una cabeza humana con un tocado semiesférico que en la frente termina en flecos, si es que no son los mechones del propio cabello. El rostro tiene una expresión apacible, los ojos se encuentran vacíos de pupilas y la boca deja ver una hilera de bien formados dientes.
Ambas orejas llevaban adornos tubulares, lamentablemente uno de ellos se encuentra roto. Sin embargo, hay algo extraño en ella. En apariencia la cabeza fue modelada para ensamblarse con el torso justo a la altura del cuello, de ahí que presente un corte perfecto. Su construcción es casi la de una olla invertida, algo sumamente raro si tenemos en cuenta las técnicas alfareras del período Clásico en la cuenca del Papaloapan. Ciertamente podría tratarse de un ejemplo singular cuyo mayor interés quizá resida en haber formado parte de una pieza particularmente compleja y pesada, pero también podría tratarse de un objeto de fabricación reciente, una pieza falsa ideada como una cabeza aislada, lo que francamente no hubiera tenido ningún sentido en época prehispánica.