Por varias décadas los estudios históricos y arqueológicos mesoamericanos han priorizado el influjo del centro de México en relación a otras áreas culturales vistas, por ejemplo, desde el fenómeno de Teotihuacán, Tula, Tenochtitlán o Cholula. Sin embargo, gracias a las indagaciones realizadas en el valle de Acámbaro desde principios del siglo pasado, es posible evidenciar que el Occidente también generó elementos culturales que fueron retomados por otros grupos y asentamientos. Es decir, permite vislumbrar que las relaciones existentes en las diversas zonas de Mesoamérica, se basaron en intercambios multidireccionales o redes complejas y no solo como un mecanismo unidireccional donde se coloca al creador como agente activo, mientras que los receptores ostentan una condición pasiva.
Durante la última etapa del Preclásico, más específicamente entre el 400 y 100 a.C., se desarrolló dentro de la cultura Chupícuaro, una tradición escultórica de pequeño formato elaborada en cerámica, la cual tuvo una fuerte influencia en el Altiplano Central en zonas como la Cuenca de México y el valle Puebla-Tlaxcala.
Entre las características más significativas del conjunto alfarero destacan los ojos rasgados o también llamados de grano de café, debido a su forma oval que se divide por una línea central que ocasionalmente, exhibe un par de punzados que esquematizan la esclera y el iris del ojo. Sin dejar de lado lo pronunciado de su nariz y la cabeza en relación al cuerpo.
Dichos atributos son posible apreciarlos en esta pieza, pues se trata de una figurilla elaborada en cerámica a través de la técnica de modelado, la cual permite observar algunas digitaciones del alfarero. Tanto sus extremidades, como el rostro se logran por medio del pastillaje e incisión que se advierte en el cabello, ojos, boca y pechos. Importante mencionar la priorización frontal de esta tradición escultórica, que contrasta de manera significativa con el reverso donde se carece de cualquier tipo de atributo o decoración.
El cabello se direcciona hacia arriba y es sostenido por una banda tubular a manera de diadema, único atavío de la pieza. Posee cejas pronunciadas en forma de “L”, lo que sugiere un semblante fruncido. Su posición es sedente sobre sus glúteos y sus piernas son colocadas hacia enfrente, que, junto a un par de pequeñas aplicaciones puestas atrás, le permiten sostenerse. Los brazos convergen hacia el tronco delimitando por la parte inferior sus pronunciados senos, mientras que las manos sobrepuestas tocan el centro del pecho.
Resulta significativo advertir el énfasis de la obra respecto al busto y la intención plástica de sostenerlas con el antebrazo. Situación que puede referirnos a una condición de maternidad durante el proceso de lactancia, actividad de vital importancia para el recién nacido, ya que por varios meses es su única fuente de alimento. Cabe señalar como en las fuentes históricas del siglo XVI, se menciona que cuando un infante moría en edad prematura este iba a Chichihualcuauhco, recinto en el que se encontraban un árbol frondoso (Chichihuacuahuitl) cuyos frutos tenían la forma de mamas, mientras que sus ramas acomodaban al cuerpo de los niños, quienes esperaban una nueva posibilidad de habitar el mundo terrenal.
Finalmente retomamos un fragmento del capítulo XXXIV de la obra de Diego Durán, quien describe que en la segunda batalla entre los mexicas y los tlatelolcas, los dirigentes militares de estos últimos (Moquihuix y Teconal) al verse acorralados, envían al ataque niños y mujeres desnudas, las cuales refiere el dominico: “venían dándose palmadas en las barrigas y otras mostrando las tetas y exprimiendo la leche de ellas y rociando a los mexicanos”. Situación que se observa en la pintura que acompaña el documento y que es referido como un accionar desleal y malintencionado por parte de los tlatelolcas.