Uno de los materiales más valiosos para los pueblos de Mesoamérica fue el jade. Desde los orígenes de la civilización mesoamericana hasta la época de la Conquista, el jade estuvo presente en ofrendas funerarias y propiciatorias, y formó parte del atuendo de los personajes de la más alta jerarquía. Incluso existía un recurso retórico, un “difrasismo”, “la cuenta de jade, la pluma de quetzal” que se utilizaba por vía metafórica para referirse a lo más valioso. El oro y la turquesa fueron también muy importantes, pero no alcanzaron la importancia de los anteriores.
El jade se asoció desde la época olmeca con el agua, y en especial con la idea del agua primordial, el agua atesorada en el interior de los montes y capaz de traer fecundidad y riqueza a los hombres. La cuenta circular con una perforación en el centro, llamada en náhuatl chalchíhuitl (castellanizado chalchihuite), fue la representación más abstracta de la idea de agua y fertilidad. Pero el jade (y el chalchihuite en particular) se asoció también con otro líquido precioso, el que usaban los hombres para retribuir y alimentar a los dioses: la sangre sacrificial.
El jade usado en Mesoamérica procedía de los yacimientos de la cuenca del río Motagua, en la actual Costa Rica. La rareza y lejanía de este recurso lo hacían seguramente más valioso a los ojos de los nobles y le daban un alto valor en el mercado. Sin embargo, los pueblos mesoamericanos utilizaron también otras piedras verdes como lo que hoy llamamos serpentina y la malaquita, y fabricaron con ellas objetos similares con un valor simbólico semejante.
Esta pieza debe haber formado parte de un collar, por su forma alargada. Eran cuentas que se ensartaban, gracias a la perforación longitudinal, y a veces se combinaban con otras cuentas redondeadas o con pendientes de concha u otro material en el mismo sartal. Para obtener esta forma era preciso, primero tallar los pequeños bloques, luego pulir su exterior por desgaste o fricción, hasta darles la forma cilíndrica y finalmente perforarlos. La perforación se efectuaba con un taladro cónico de piedra que se hacía girar mediante una especie de pequeño arco; el taladro de piedra se ensartaba en la cuerda del arco y al desplazar éste lateralmente se obtenían giros. Se perforaba primero un lado y luego otro hasta que se completaba el orificio.
El uso de este tipo de collares, por su enorme valor, estaba reservado a los personajes de más alto rango, el gobernante y su familia, los nobles más ricos y los sacerdotes. Es muy probable que el mismo collar utilizado por una persona durante su vida, fuera el que se colocara alrededor de su cuello tras la muerte, para formar parte de la ofrenda funeraria.